Yendo se escribe así
Un ejército cae derrotado en una batalla que, a priori, se presentaba favorable. Cuando llega la hora de recoger a los heridos, un moribundo alcanza a dejar su última palabra, tal vez dirigida a la mujer que lo espera de vuelta a casa. La palabra está a punto de llegar a destino pero al rozar las siemprevivas del hogar detona y a ella sólo la alcanzan esquirlas de un inesperado silencio. El silencio de él abrazando al de ella.
Panda del minuto
La miro dormir. Desvelado la miro dormir. Con envidia. Hambre, acaso. En esta noche de brazos abiertos ha caído como una gemela para que yo me pierda entre sus escombros más tiernos. A oscuras, la hurgo sabiendo que aún hay fuego en su centro. Luz de giro hacia un bosque que empieza y termina en el sueño que otra vez me deja afuera. En él habita el panda que trabaja un minuto por día para procurarse la miel de su ausencia. Comerla es su instinto. Hablo de mí.
Esa clase de hongos
Tuvieron muchos hijos, demasiados, sólo porque vivían a orillas del mar. Desde el vamos consideraron que esa cercanía sería la más propicia para la reproducción indiscriminada. ¿Quién en su sano juicio, argumentaban, podría sustraerse a la acompasada música de las olas, al rumor del viento cuando desova y especialmente a esa luna varada en la ventana? En clima tan inspirador concibieron a sus dieciocho versiones. No obstante, un día la cadena habría de cortarse abruptamente. Un tsunami soñado por el más pequeño de la casa los sorprendió en plena noche; a ella arriba, a él abajo, y a los chicos durmiendo o leyendo o jugando con los fantasmas de siempre. En cuestión de segundos, quedaron todos pendiendo del árbol más alto y antiguo de la costa. Y allí debieron continuar por años, camuflados entre ramas y aves cada vez más familiares. Vivieron de cazar pájaros, pescar mantarrayas y tortugas de agua, y, en no menor medida, de la caridad forzada de turistas desorientados. De a poco, los hijos se les fueron yendo: unos detrás de mujeres anzuelo, ellas detrás de capitanes de barco o marineros vírgenes y un puñado de la mano de la muerte misma. Ya solos y sin el hambre de entonces en el cuerpo, madre y padre se miraron a los ojos por primera vez. Un solo objetivo los llevó a bajar del árbol aquél: recoger esa clase de hongos con la que empezó todo.
Chau Irene
Escucho un “Chau Irene” pero no alcanzo a verle la cara a quien la despide. La voz, tenue, tal vez adolescente, sube sola al micro y parte conmigo. Trato de concentrarme para retenerla, para no distraerme con la radio del chofer o lo que conversan dos tipos que recién salen del trabajo. Desde entonces, cada mañana la voz de la que no es Irene me dice “levantate, amor” y yo me levanto con la convicción de un soldado. Desayuno solo pero siempre hablamos de todo un poco. Comentamos lo que dice el diario, lo que cada uno hará el resto del día, dónde nos gustaría ir a la noche. Una tarde cualquiera, me distraigo mirando artesanías y la voz de la que no es Irene se me pierde en la plaza y ya no hay nada que pueda hacer para impedirlo. “Chau”, es lo único que atino a decirle a sus espaldas (o a lo que imagino como ella yéndose) y cuando pienso que todos estos árboles sólo crecieron para esperar el momento en que yo decida colgarme, la Irene que no es la voz se da vuelta y me pregunta: “¿Me hablás a mí?”.
Que no, que gracias
“Es un regalo. Te juro que es un regalo. No tengás miedo, es para vos”. Y yo, que no lo conocía, que nunca recibí nada de un extraño, lo miré a los ojos para decirle que no, que gracias, pero él ya se había ido, dejando su cuerpo ahí, vacío, para que yo pusiera mi oído en su corazón aún en ritmo y al cerrar los ojos viera con los suyos eso para lo que, a falta de palabras o definición más certera, nunca dudé en llamar regalo.
Museo de la nieve
Cuando llegamos ya era demasiado tarde. Sólo quedaban charcos aquí y allá donde ahora con cierto esfuerzo llegamos a intuir un cuadro impresionista, una columna dórica, puede que una escultura románica, acaso el grabado de una mujer dormida junto al fuego. Lo que vemos, en realidad es eso que no vimos y que creemos poder reconstruir apelando a una arbitraria combinación de relato oral e imaginación. A la salida, ni ella ni yo lo decimos pero sabemos perfectamente que fue un error imperdonable haber esperado la primavera para traer a los niños.
La poca sopa
Da vueltas una, dos, veinte veces, alrededor de la lámpara hasta acercarse lo suficiente. Después, lo previsible: queda fulminada al instante. Su caída se produce tan ahí como todos podrían imaginar. El niño, otrora animalito boquiflojo, deja de comer ipso facto. Y no por asco, como cree su madre de pecho. Como activado por su propio play, se ha puesto a jugar sin importarle el grito sioux de papá. Se propone ayudar al náufrago (la ex mosca) a llegar a la costa (borde tallado del plato). Una vez rescatado, el héroe (él) espera el beso redentor de la reina voluptuosa (su prima). Jugar al salvador es algo que el gobernador Ortegoza cultiva con fervor desde entonces. El problema -nuestro, no de él- son estas demasiadas moscas para tan poca sopa. Deberíamos haberlo pensado antes.
Paritaria
Si no hay voces ni pruebas en contra, estoy en condiciones de afirmar que esta silla camina. Es todo lo que tengo para decir. Será mi palabra contra su placebo.
Todo de negro
Ir en tren era lo último que había pensado cuando recibió ese llamado. Pero ahí estaba, con un libro en las manos que no lograba decidirse a leer y mirando por la ventanilla una sucesión de árboles, vacas y casas. Lo único que logró alterar la monotonía de ese paisaje en movimiento fue un espantapájaros vestido todo de negro. Ahora, cada vez que recuerda su rostro, le vuelve aquella aterradora sensación. El ominoso muñeco tenía la cara de su padre, la misma cara que puso cuando la policía le dijo que debía llevarlo detenido. Lo acusaban de un crimen que él habría de negar hasta el día de su propia muerte. Agitado por lo que acababa de ver, corrió la cortina y sin convicción abrió el libro. Por suerte, estaba todo en blanco.
Ni mú
Grillos. Un coro griego de grillos. Sólo callan cuando alguien, dentro o fuera de la casa, grita más fuerte que ellos. Indiferente, ella pone un disco. Diferente, él enciende la licuadora. Hijo 1: grita goles en la play. Hija 2: ve dibujitos japoneses. A pura bocina, un taxi recuerda que hace rato espera y no tiene todo el día. El sodero, sin freno de mano, hace otro tanto colgado del timbre. Calladito pero harto, el silencio huye; decide atrincherarse debajo del sofá. Como de costumbre, habrá de masturbarse pensando en ese maravilloso cuadro donde ni el mar ni la gaviota dicen ni mú.
Rama caída
Carece de gimnasia social. No tiene. No tuvo. No tendrá. Y no le importa en lo más mínimo. Dice: "Soy un caracol feliz transitando una huella indeleble". Por el ojal de su cabeza, día y noche entra y sale una música esférica, un silencio viral así o asá. A su lado, esa mujer anexada a su sexo late y late y ese eco anida para siempre dentro de ella. Afuera, cada hoja que cae duele como una primera vez. Asido a la rama caída no necesita antena. El es la antena.
Rodríguez y Rodríguez
Se conocieron en el pasillo de un hospital. Hablo de Rodríguez y Rodríguez. Cuando la enfermera se apareció en la puerta y preguntó “¿Rodríguez?”, ambos se le acercaron con gesto preocupado. Frente a los dos hombres, la mujer amplió la pregunta: “¿Quién es Rodríguez?”. Casi a dúo, respondieron “Yo”. La desconcertada enfermera revisó un papel y creyó así aclarar la confusión: “Luis Rodríguez”. Los dos Rodríguez se miraron. Uno dijo: “Yo soy Esteban”. El otro: “Yo Aníbal”. Más molesta que desorientada, la enfermera resopló y se fue sin decirles nada. Los Rodríguez se convidaron una sonrisa de incomodidad. No les quedó otra que darse la mano y romper el hielo. “Mucho gusto”, dijeron al unísono. Adentro, un recién nacido lanzó su primer berrido en este mundo. Pesaba 3,400, tenía ojos marrones y no se parecía ni a Esteban ni a Aníbal. Sí a Luis, el Rodríguez que la policía acababa de identificar a sólo dos cuadras del hospital. “Cruzó corriendo como loco y no vio que el micro tenía verde”, intentó explicar la anciana que vio todo.
Propiedad horizontal
Era mejor cuando no teníamos sommier. Hacíamos el amor a capela y la madera crujía tiernamente, dócil aun en su desmadrado vaivén. En esas noches sentíamos que algo más allá de los cuerpos –llamale energía, mística, simple vibración- se activaba natural entre clavo y clavo. Salvaje, una música orgánica irrumpía desde la fricción in crescendo. Hasta que esa música dejó de sonar. ¡Claro que era mejor cuando no teníamos sommier!, porque entonces todavía dormíamos juntos, soñábamos tête à tête. Ahora apenas si te veo, tan desnuda allá en la otra punta de esta pesadilla y con el silencio al medio como un tajo incómodo, llenándote donde yo ya no puedo.
Ríe (última)
En segundo plano quedan los cuatro alrededor de la mesa. El foco en este momento está puesto en el vaso al que hasta una mosca del montón elige como centro de atención. Parece que los cuatro hablan. Parece que escuchan. Y no. No hablan, no escuchan. Los cuatro miran de reojo el vaso. No es fácil, hay poca luz, apenas unas velas nada románticas. Por la tensión, la situación daría para reírse, pero a pesar del alcohol nadie se anima a abrir la boca. Hay cuatro vasos juntos y en uno flota, obscena, una dentadura. Ella es la única que ríe.
Perdido el hilo
El ojo, la aguja, el hilo perfilado para cruzar una vez más el minúsculo túnel. Nada del otro mundo para una anciana que cose como respira desde que tiene memoria. El pulso imperturbable no le delata los 89. Pero ahora, a las 20.40 de este martes de junio, la mano le tiembla y la aguja, por primera vez en mucho tiempo, se desencuentra con el hilo. El pibe que le apunta lo nota y se ríe y le dice "no estás nada mal viejita" y se vuelve a reír y el revólver se agita al ritmo de su risa alucinada. Antes de que la anciana intente decirle que sólo tiene los 400 recién cobrados, la bala se le instala perfecta, maradoniana casi, en medio de la frente. Media hora después, por ese mismo agujero dos policías enhebran una conversación de rutina: -Para qué matarla; con un simple golpe el muy boludo la sacaba del medio y le robaba igual- analiza Ferreira. -Qué querés, seguro que era un pendejo que estaba dado vuelta- infiere Carrizo, mientras juega con una bufanda tejida por la vieja. Sin más por hacer en el lugar del hecho, Ferreira prende otro cigarrillo y a los gritos saluda al chofer de la morguera apelando a su acostumbrado humor negro: “Cacho, ¿quién te tejió ese pulóver de trolo?”. Ahora el que ríe a destiempo es Carrizo.
El trato
Fue hasta la cajita que guardaba en un lugar poco accesible para cualquiera que no fuera él y la sacó con especial cuidado, consciente de su habitual torpeza con las manos. Antes de volver a donde lo esperaban, se sentó en la cama y lloró como no lo hacía desde niño. En sus manos, lo que debía entregar quemaba como un anillo caliente. Las voces de los otros le llegaban cada vez más cercanas; delataban los nervios compartidos y dejaba aún más claro que ya no quedaba tiempo. Había que entregarlo para intentar al menos volver a llevar una vida normal, aunque todos supieran que eso sería casi imposible. Tomó coraje, se levantó decidido y fue hacia la cocina donde lo aguardaban de pie. Eso que a su pesar debía entregar iba aferrado en su puño. No hizo falta decir nada, sólo se miraron unos segundos hasta que bajaron la vista dando por cerrado el trato y como llegaron, se fueron: murmurando en aquel idioma de infancia. Ya solo, el vacío recuperó cada rincón de la casa. Un previsible tsunami de silencio fue barriendo todo a su paso y lo arrojó desprevenido sobre su cama. Desde allí vio en cámara lenta como las fotos de su vida se acomodaban una a una en el techo e iban dando forma a otra versión de su historia. Ni más feliz ni más tranquila. Simplemente, otra.
Los que pescaban
Tenían las manos gastadas, las uñas negras, la mirada desconfiada. Tenían el cuero curtido, el olor del mar penetrado, la lengua en un tic de alerta. Tenían mujeres que los esperaban con la comida caliente y los pies fríos, hijos entrenados para el naufragio, madres con el rosario en la boca. Tenían el viento como un tatuaje insoportable, las mejillas en carne viva. Tenían redes, anzuelos, cañas. Oficio. Toda la paciencia. Tenían el horizonte. Hasta que un día ni eso tuvieron.
On-Off
El bombero ciego, el mago fallido de mi madre y tu padre, toca el fuego para leer en la ceniza la partitura de lo que vendrá. En los ojos de sus víctimas hay un grito hecho polvo que habitualmente él escucha con las manos abiertas, entregado como un agujero más a la red de su sombra. Son éstas las ocasiones en las que su corazón exhausto libera un agua milagrosa, vital, para que todo se apague y vuelva a encenderse justo del otro lado.
No se nos
Le decíamos Guernica porque no se le entendía nada cuando intentaba explicar alguna teoría. Típico chiste universitario. A pesar de esa piedra que el profesor Ardiles nos obligaba a sortear en el ríspido camino del aprendizaje, a la larga su método develaba aristas únicas, puentes inesperados que motivaban ir a sus clases como a una cita imposible de cancelar. Y así como él detestaba trabajar a reglamento, nosotros nos negábamos a concluir el encuentro de martes y jueves en una mezquina hora de reloj. Por eso el café de la facultad o el mismísimo jardín oficiaban de literal extensión universitaria. En ese extra que nos ofrendaba gratis (o a cambio de un cigarrillo o dos) había más contenido y pasión que en cualquier mamotreto sugerido por un férreo plan de estudios. La vida, una vez más, estaba en otra parte y nosotros, simples pasajeros de turno, éramos un fragmento más en el puzzle del profesor Guernica. El día que intentaron armarlo, digo domesticarlo con cancerberos del intelecto, decretaron sin más la muerte del sorprendido Ardiles. Desde entonces una paloma hiperrealista, falsa paz de postal, nos sobrevuela la cabeza pero no hay caso, entrañable Guernica, no se nos cae una puta idea.
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