El pozo

"Disculpe las molestias", avisa el cartel. Demasiado tarde. La mujer cae en el pozo. Del otro lado, la reciben sin asombro un búfalo y un matemático. Asustada, pregunta "¿dónde estoy?". El hombre le dice “tranquila, estás en casa”. Para corroborarlo, el búfalo le convida un vaso de leche bien caliente. Aliviada, la mujer va a la habitación vacía, se desviste y se mete en la cama. A su lado, uno de los albañiles le recita a Auden hasta que la gana el sueño y el pozo se cierra lentamente con ella adentro.

Altavoz

La ficción aquí y ahora, 159 años después del hálito final de Poe, se define por correrse del punto. Por desgenerar lo generado. Minar el páramo y habitar sus esquirlas. Por tomar por asalto los escritorios abarrotados de libros sin alma. Tirar a la basura lo que no late, lo que se disuelve al mero contacto con la luz. Se impone desandar la ceniza para volver al fuego. Arder hasta el contagio. El reto es que los conejos saquen magos de la galera. No al revés.

Y un grito

La casa está al costado de la ruta. La ruta, perdida entre las montañas en su parte más baja, a pocos kilómetros de la ciudad. De la casa sale una música de piano. El inconfundible sonido de un Steinway. A medida que se acerca a la casa, la melodía gana en claridad. De repente, el silencio absoluto y un grito desgarrador. Una mujer sale corriendo con un hacha en su mano. Al huir va liberando una fina lluvia roja que empalaga a las hormigas. Bajo un aguaribay entierra con esfuerzo la mano del pianista. Este, con sus últimos latidos y el manojo de dedos que le cuelgan, recupera la arquitectura elemental de la música suspendida. Alguien que no es la mujer, observa y escucha desde la ventana. El pianista finalmente se desangra sobre las teclas. La mujer, otro tanto, en el pentagrama de un auto desbocado. Testigos protegidos, el piano y el árbol armonizan una coda que suena como dos aviones cayendo a un río. Alguien prende fuego a la casa. Y lo cuenta con otras manos.

Mal trago

Mezclo palabras, especias o abalorios de mi lengua más negra. El resultado es un ominoso cóctel que nadie estaría dispuesto a beber en esta noche donde hasta Alicia baila en el caño para verse brillar. Sospecho que tanta sed sin copa de cristal es otra forma de callar. Soy un teléfono roto, una pantalla apagada. La mano del ahogado aferrada al cuello equivocado. Por eso hablo solo antes de apagar la luz de toda la calle. Ustedes se lo pierden, me digo, y antes de acusar a la almohada brindo conmigo frente a un espejo donde estamos todos.

Rinocerontes no

Después que dormiste dos días seguidos en el pasillo de un hospital cualquier cama es la de un rey. Lo pienso ahora que estoy en un hotelucho de la Avenida de Mayo y dos cucarachas caminan por arriba del televisor. Apuesto a que vienen de un documental de la Nacional Geographic. Para corroborarlo enciendo la tele y no, hay uno de rinocerontes. Una vez que me entero de que pesan entre 2.300 y 3.500 kilos, que viven en promedio unos 50 años y que son solitarios salvo en períodos en que buscan aparearse, apago. Recién entonces enciendo el primer cigarrillo de la noche y me quedo mirando atentamente a las cucarachas, su lenta procesión sin fanfarrias. Ellas son más reales y sobre todo me recuerdan a Kafka.

Lo de adentro

Hay gente que colecciona cactus, muñecas antiguas, monedas o púas de guitarra. Mi debilidad son las tapas de los libros. Ni siquiera los libros. He llegado a comprar ejemplares antiquísimos y tirar su interior. Mi biblioteca está compuesta sólo de tapas. Algunos amigos creen que se trata de una estrategia para no prestarles libros. Están seguros de que tengo una biblioteca paralela donde oculto el interior de esa extraña cáscara que acaban de ver sobre los estantes. Si supieran que he llegado a encender el fuego para el asado con páginas de Joyce, o limpiar los vidrios del auto con La soledad del manager, podrían pensar que estoy más loco que Artaud. Incluso recuerdo haber equilibrado una mesa con un viejo García Márquez, creo que era El otoño del patriarca. Mi teoría, discutible por cierto, es que la literatura no está en el interior. Está, en todo caso, en esa tapa que a simple vista nos produce una súbita emoción, una inmediata pulsión por pasar por caja y llevárnoslo. Por eso no me importa que ella rompa cada uno de mis poemas; lo único que suelo pedirle es que después limpie. Si algo tengo claro es que el libro que yo escriba solamente tendrá tapas. Lo adentro, advierto, ya no será mi problema. Como tantas veces, la imaginación será tarea del lector.

Como el ojo de Max

Antes de dormirse, su hija de ocho años le lee Las aventuras de Max y su ojo submarino. Fabián es ciego, por lo que este libro le produce un interés extra, casi morboso. El también quisiera sacarse un ojo como lo hace Max y dejarlo que ruede por ahí. Que después venga y le cuente lo que él no ha visto en tantos años de oscuridad. Describirle acaso la belleza de su mujer al bañarse, el sol poniéndose en la montaña, su niña dibujando una jirafa más alta que el ego de una modelo. Ella sabe que el ojo de Max no es real, que es tan falso como un porro de chocolate, pero estaría dispuesta a vaciar su alcancía para comprarle uno parecido a su padre. Sueña que él vea cómo escribe que lo ama en todos los colores de este mundo.

Vellesa

En el idioma de Martina la belleza es vellesa. Horrorizada, su profe de Lengua la corrige en rojo furioso. Le puede aceptar rey con i latina, pero que se meta con la belleza jamás. Así escrita, esa palabra le abre una ancha puerta al castigo, a escenas de pugilato en medio del curso. Pero su intransigencia estética tiene fecha de vencimiento. "Tal vez Martina la escribe así porque para ella la vellesa es así", piensa la profe y enmudece como una triste hache.