Lisboa deviene caracol

Desde el primer día Lisboa le tuvo fe. No se permitió ni por un segundo dudar de las virtudes de Horacio. Lo cierto es que nadie daba un peso por su caracol. Al paso del molusco, se le reían en la cara, le arrojaban arena a los ojos, le hacían viento con cartones o diarios. Lo humillaban de las maneras más crueles. Sin embargo, esa sobreactuada hostilidad no menguó ni un poco su confianza. Tenía la meta entre ceja y ceja. Tres días le llevó desandar ese interminable metro y medio. Lo logró a pura tenacidad y no poca osadía. Al llegar a la meta, nadie lo esperaba pero no le importó, bastaba con que estuviera Lisboa para contar su epopeya. Lo que ni Horacio ni su dueño imaginaron fue el descenlace; el peor, en medio de la silenciosa celebración. Fue cuestión de segundos. Sonó su teléfono, corrió a atenderlo (lo tenía en la campera, sobre una silla) y sin darse cuenta lo pisó como a una molesta colilla de cigarrillo. Aquel tremendo crujido lo despierta todas las noches empapado en medio de una pesadilla. En ella, el que corre es él y el que está a su lado para decirle, para repetirle que también puede, es Horacio. Hasta que de repente lanza una carcajada del tamaño de un buey y pisa victorioso a Lisboa como a un desvalido caracol.