Ahí

Murió prometiéndose un año sabático. En los últimos treinta años había trabajado cada vez más para ahorrar y darse ese prometido impasse para escribir la novela de su vida, la que lo desvelaba, la que le daría un modesto pasaje a la eternidad. Cada diez años (arrancó a los cuarenta) juraba que había llegado el momento de cumplirse la promesa: dejar todo y tomarse el bendito año sabático. El envión le duraba apenas unos cuantos días hasta que la realidad, la mujer o un amigo esclarecedor lo bajaban a tierra en cuestión de segundos. ¿Con qué, si no tenés un mango ni para un fin de semana sabático, loco de mierda?, solía lanzarle ella con precisión de cenicero o despedida. Sabiamente, él había optado por seguir con la poesía. Se sabe, un poema se escribe de parado, antes o después del sexo, con o sin luz, en el baño o esperando que te atienda el doctor. La poesía nunca pide, es tan humilde que asusta. Mientras la novela sedimentaba, el fantasma de Karl Kraus le repetía su artera letanía: "Todo periodista lleva una novela dentro de sí. Si es inteligente la dejará ahí..." Y la dejó ahí.


Capote

A los 10 años tuvo un perro, su primer perro, al que su padre sin mayores explicaciones y para su asombro bautizó Capote. Se trataba de un caniche poco agraciado que, sin embargo, caía muy simpático. Una noche de verano, tres o cuatro meses después, tal vez impulsado por la sed de un día de más de 35 grados, la inquieta mascota intentó tomar agua de la pileta que habían hecho construir en el fondo de la casa. Por la mañana, al salir al patio y ver a su perro flotando, inmóvil, supo que algo andaba mal. Su madre recuerda que al niño no se le escapó ni una lágrima; sólo atinó a patear una maceta y a volver corriendo a su cuarto sin desayunar. Impávidos, observaban el cuadro de situación en silencio, mientras Capote giraba lentamente movido por la brisa de la mañana. Años después, la terapia dejaría de ser un gasto inútil para empezar a dar algunos frutos. Finalmente descubriría allí su inexplicable fobia al agua, a las piletas, a los perros, a las novelas de Capote y, sobre todo, a su padre, al hijo de puta de su padre que ni muerto dejó de ladrarle que era un maldito perdedor.