Más gente muere en invierno

Lo leyó por ahí. Hasta lo escuchó en la radio. Todos los días se lo repite Rosario, su vecina de enfrente: “En invierno muere más gente”. Una frase que siente entrar violentamente en su cuerpo como el frío debajo de la puerta. A sus 78, Manuel es lo suficientemente hipocondríaco como para que eso que escucha le provoque un temor que lo lleva a encerrarse, a evitar cruzarse a tomar unos mates, a rechazar la invitación de sus hijos para ir a almorzar o ver a los nietos. El cree que así aleja esa suerte de maleficio; le echa llave a la posibilidad de que la parca se meta a su dormitorio camuflada en una perturbadora enfermera rubia. De alguna manera decide vivir tres meses como un preso, por eso anota en un papel los días que lleva recluido (sobrevive a duras penas con los alimentos que guarda en su despensa; siempre fue un tipo previsor). Recién a principios de octubre se permite darse “el alta” de su ostracismo; retomar una vida normal que debería incluir desde contactos familiares hasta jugar a las bochas en el club. Un modesto plan que no llega a prosperar por un artero ataque al corazón en plena calle. Sin embargo, todos los testigos coinciden en algo: Manuel ha caído sobre el asfalto con la sonrisa de los que mueren en primavera.