Un villancico para Nostradamus

Se lo dije. Se-lo-di-je. Dos veces se lo dije. “Lucy, yo no sé un carajo de electricidad. Sabés que soy un desastre con las manos. Después no digás que no te avisé”, le advertí clarito. “Dale, no es más que unir dos cables y listo. No hay que ir al Balseiro para saber eso”, retrucó irónica para meterme presión. Más cansado que convencido acepté unir el bendito par de cables como reclamaba mi pitonisa de cabecera. El resultado fue el esperable: se cumplió el vaticinio de este modesto Nostradamus de bermudas y ojotas. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Casi una estrella fugaz bajo techo. Cuando vio el arbolito de Navidad completamente quemado, sus flamantes borlas doradas y rojas derretidas como una vela, lloró primero y después me insultó de una manera tan extraña que a mí me pareció escucharla rapear un villancico. Se lo dije. Dos veces se lo dije. Para qué. Esa noche en casa no hubo pirotecnia. Salvo la verbal, claro.