El último marinero

La puta de la rotonda, la morocha de raíces rubias y ese lunar sobre el labio que parece una vaquita de San Antonio, decidió acostarse con todos, menos conmigo. Un día, una noche en realidad, la enfrento y le pregunto si es por una cuestión de plata o algo que desconozco. Bajando la vista, un tanto incómoda, finalmente lo reconoce. No es la plata. Te tengo miedo”, me confiesa sin mirarme a los ojos. Yo no sé si me está tomando el pelo, pero la escucho mirando con atención cómo sus manos juegan nerviosas con la cartera. “Una noche con vos me haría terminar en un poema o en un cuento y eso es lo último que quisiera”, dice y enciende un cigarrillo como si así pudiera cambiar de tema. Yo le digo que tiene razón. Me voy y antes de que pueda ofrecerme resistencia, la beso como si fuera el último marinero.

El de antes

La bala le atraviesa el cráneo de izquierda a derecha, con tanta suerte que en pocos días puede dejar el hospital y recuperarse en su casa. En apariencia ha quedado muy bien, salvo ese detalle menor de que su castellano mutó en un alemán bastante marcado. Por lo demás, sigue siendo el mismo tipo de antes, alguien que eligió la literatura por amor a la palabra. 

Ray los perdone

A los 48 entierra en el jardín de la casa familiar su libreta con apuntes, poemas, cuentos, reflexiones, citas. La idea es recuperarla cuando cumpla 80 años. No contaba con que moriría a los 79. Vendida la propiedad, obreros que construyen en un sector del patio encuentran unos papeles casi deshechos. Felices por el hallazgo, pueden cumplir el ancestral ritual: con las hojas de los escritos de Aldo Lisboa ahora sí podrán encender el fuego para el asado. "Ray Bradbury los perdone, queridos primates", piensa Aldo desde el más allá.