Cipreses

Un quejido ronco, acaso un murmullo, lo acompaña camino a la tumba de su madre. Mientras, su hermano lo espera en el auto, leyendo el diario que ella escribió a lo largo de cuarenta años. El camino de cipreses es una imagen que ambos guardan de su niñez, tal vez del lejano entierro del abuelo Francisco. Ahora, siente una extraña sensación de alivio en el pecho; inspira todo el aire que puede sospechando que algo de esa paz podrá llevarse consigo cuando deje las últimas flores y a solas le diga a su madre todo lo que nunca se animó. El viento forma parte de un pacto que el hermano se niega a revelar pero que él cree desentrañar de casualidad al detenerse de tanto en tanto a leer epitafios en latín. Ese epifánico aullido que de pronto proviene de los cipreses no es otra cosa que la música con la que el camposanto da la bienvenida a sus nuevos inquilinos. Esto que acaba de explicarle el hermano con su habitual sabiduría no parece tener vinculación con que extrañamente el auto no arranque. Una voz, que no es de ninguno de los dos, advierte que es inminente la caída de la noche. Ambos están tranquilos; mamá, aún tibia allá abajo, habrá de protegerlos como cuando eran niños y jugaban a hacer pozos, minúsculas tumbas, para guardar en unas la luz, en otras la sombra.

Taller literario

Bastó un zapato, un único y común zapato tirado a la orilla de la ruta, para descubrir que el hombre que alguna vez estuvo en él es prescindible en esta historia. Dentro del zapato, y esto es lo que importa, hay un escarabajo que lo abandona lentamente para trepar por la mano de un niño que lo atrapa con habilidad de adulto y lo guarda con extremo cuidado en un frasco. Lo que el pequeño desconoce es que en caso de romperse, el zapato volverá al pie original y el insecto ya no será el insecto.

Stand Up

Se paró frente a ella como si ella fuese un micrófono y de golpe arrancó con una imparable catarata verbal. Prácticamente sin respirar, empezó a decirle de todo. No ahorró insultos, reproches, golpes bajos. Fueron exactos ocho minutos, controlados por reloj. Cuando terminó, su mujer lo miró a los ojos y, tras segundos que parecieron eternos, estalló en una carcajada. Ahora sí, más confiado, se fue a bañar, eligió la remera de Groucho Marx, el jean negro y cerca de las once salió hacia el teatro convencido de que esta sería una gran noche.

Diario del Coyote

20 de noviembre, 8.30 hs. Hoy decidí ayunar. Quiero estar más liviano y rápido que nunca. Estuve haciendo una serie de cálculos y es muy probable que todo salga tal como lo planeé. Está todo dado para que éste sea finalmente el día que tanto esperé. He dejado la mesa preparada, los cubiertos afilados, el plato bien limpio. Creo que jamás sentí tanta hambre como en este momento. Esta vez no tengo excusas, debo ir por lo mío.

Con un ojo abierto

Detesto a los melancólicos. Odio sus coartadas, sus remedios homeopáticos. Repudio esa teatral autoindulgencia con que silban un tango o cortan un pedazo de carne. Estén donde estén, su lastimosa mirada remite a un puerto, especialmente al barco que se va. Estos espantapájaros de oficio sólo pueden ver al mundo en reverso, nunca la vista al frente, la mano que espera (abierta). Eso sí, son previsores: duermen con un ojo abierto, estacionado por si acaso en el vano de la puerta. Y está probado que son los que se quedan eternamente en la duda extática de si deberían haber dejado todo y animarse a dar el salto. Están tan ensimismados en su propia historia que escriben de otros únicamente para vivir la vida que se niegan a sí mismos. Para ellos, esta bala de salva; esta única y definitiva bala perdida. ¿Quién dirá mía, quién con ese pusilánime hilo de voz?