Fidelidad

Su perro la saca a pasear. La lleva al bosque de su infancia, la sube al árbol de siempre. Le presta su mejor ladrido de fiesta para después atarla a la rama más débil de un plátano. La mujer grita (no se le entiende qué grita). Tiene un hueso en la boca y una boca en el grito. Lo llama por su nombre pero él ya no la escucha (está en casa orinando sobre el falso Monet). Ella sí puede oírlo a la distancia ladrar de excitación como un castrato. Será recién a la hora del hambre cuando él decida regresar por ese cuerpo todo cadenas y sentirse como más le gusta: la presa persiguiendo al cazador.