Asociación libre

El árbol es un sauce eléctrico. Tendrá unos cinco años y se lo trajeron de Formosa para un cumpleaños. Todavía no da buena sombra pero al menos sirve para atar al perro o apoyar la bicicleta. Aunque el árbol crece más que su hija o la mancha de humedad en la cocina, un día se levanta decidido y, sin consultarlo, lo corta en silencio, casi rezando para adentro. “Esas hojas… esas hojas me hacían acordar demasiado a mi primera mujer”. Fue lo único que se le escuchó antes de atarse al perro en su cuello y dejarlo correr y correr hasta que los ojos se le cerraron como una carta.

Los sedentarios

Cruzarle temerariamente el auto antes de llegar a una esquina bastó para retarlo a duelo a los gritos como una adolescente histérica. El otro, sin pestañear, mostró una sorpresa un tanto teatral pero sin demora aceptó el desafío como si lo convidaran a un partido de fútbol o a un asado con los amigos. Las únicas armas para el anacrónico reto serían sus propios cuerpos y el objetivo a superar llegar en pie hasta cierto punto establecido, después de caminar cien cuadras sin descanso alguno. El final para ambos -fumadores y con marcado sobrepeso- fue tan previsible como penoso: ninguno llegó a la meta. Agotados, los dos quedaron a mitad del recorrido, boqueando y maldiciendo a madres y hermanas (ajenas) desde sus lenguas pastosas. Tras el papelón, en algo coincidieron los improvisados padrinos, lo más digno hubiera sido resolver el entuerto callejero con la habitual pirotecnia de insultos dando por cerrada una discusión vial tan usual como poco épica.

Fluir

Teje, para no morirse teje. Con frenesí cruza las agujas como espadas en un duelo con sí misma o como un cuchillo y un tenedor que pugnaran por un trozo de la carne de una vaca sagrada. Tiene 80 pero también 40 o 93 o 101. Teje porque tejer es como escribir, escribió años ha en un pulover con colores de otro mundo. "Todo es cuestión de ritmo, de fluir como en una pesadilla con final abierto", enseña sin pizarrón a quien guste oír su asordinada letanía. Ahora que muere, que su orquesta de lana se viene abajo, en la bufanda negra sin terminar puede leerse con caligrafía de bruma que esta vez será Penélope la que oville el viaje, la que teja historias de un solo ojo y seduzca a las sirenas con el nudo ciego de su silencio.

Cosas mínimas

Lo primero que piensa es que se trata de una gota de sangre. Cuando baja de la cama, se agacha y la toca le parece que es pintura pero nadie está pintando y en los últimos tres meses a la casa únicamente entró un electricista. Vive solo, no se le conoce mujer, amigos, padres, acreedores. Los vecinos saben de su sombra; apenas si han cruzado alguna mirada con él en las veredas o la parada del micro. Se diría que le temen, tanto que prefieren ignorarlo y seguir con sus vidas no menos opacas, igualmente olvidables. El no repara en esas conductas, está demasiado concentrado en pasar sus días buscando explicaciones a todo, deteniéndose en cosas mínimas, en detalles que sólo a él le importan. Ayer, en los cinco agujeros de un botón; hoy, en la mancha roja. Mañana será el espejo que habla o el agua que canta desde una canilla rota.

Tus cactus

Como cuando era chica, frena la sangre del pinchazo chupándose el dedo. Esa minúscula herida se la debe a su nuevo hobbie: coleccionar cactus. El primero, recuerda, lo trajo de San Luis, de las orillas del río; el segundo, lo heredó de su madre, cuando la mudaron a un geriátrico. Después, gracias a un dato clave de tuscactus.com, ya no paró de sumar ejemplares de todo el mundo. Al principio los ubicaba en lugares estratégicos de la casa: rincones, huecos, ventanas. Sin embargo, al tiempo esa pasión se transformó en un incómodo problema. La biblioteca, la mesada de la cocina, el botiquín del baño, los pasillos, la mesa de luz, fueron prácticamente tomados por las más extrañas variedades de cactáceas. El día que él llegó más tarde que de costumbre, se metió en la cama sin prender la luz y al intentar abrazarla sintió millones de agujas atravesándole el cuerpo, ella se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Quizá tanto como un Gymnocalycium o una Mammillaria.

Delay

En el sueño de Atilio siempre suena un piano en Yo. En el sueño de Atilio los tigres copulan con la nieve. En el sueño de Atilio la música es una almohada mal estacionada. En el sueño de Atilio a la iglesia se entra desnudo y sin alas. En el sueño de Atilio las pesadillas circulan en puntas de pie. En el sueño de Atilio las noches son blancas y las medias azules. En el sueño de Atilio el único que no sueña es Atilio.

Una luz klieg

Eso y nada más encontró escrito detrás de una vieja receta médica dejada como al descuido dentro de un libro: "Una luz klieg". Ahora sabía que tendría que seguir investigando un poco más, consultar a gente de su confianza o al menos hacer memoria. Completar el círculo, cerrarlo con una respuesta lo más cercana posible a una verdad, se tornaba en un desafío casi tan complejo como jugar al scrabell sólo con consonantes. Y si de esa doméstica pesquisa nada salía a flote, entonces sí, debería volver al libro o ir por un molesto plan b: llamar a su psiquiatra.