Watts

Cuando me paré frente al espejo añoré las velas que sobraban en ese libro del siglo XIX que acababa de leer. Con la escasa luz que había, me afeité apelando a la memoria táctil de años de recorrerme palmo a palmo la cara, confiando más en la suerte que en el supuesto oficio. Tenía una importante cena de negocios y no daba para presentarme con más cortes que un boxeador en su noche más negra. Como pude, al cabo de quince trabajosos minutos salí dignamente ileso. A la que no le fue nada bien fue a mi hija mayor; a ella la esperaba un cumpleaños, un novio nuevo, y su maquillaje casi a ciegas había resultado una lograda réplica adolescente de Piñón Fijo. Cuando salió del baño, con mi mujer nos largamos a reír y Flopi a llorar desconsoladamente. Al otro día, cansado de los justificados reclamos y quejas de toda mi familia, fui al súper sólo a comprar un foco. No cualquier foco; uno de 200, para ahorrarles cualquier tipo de comentarios. Ahora, cada vez que nos miramos al espejo, vemos hasta lo que estamos pensando. Y ahí sí que nos reímos todos.