Un dogma intocable
Cuando volvió en sí lo único que vio fue un pedazo rectangular de lata. Lo que olió le pareció nafta, tierra humeda, grasa tal vez. No sabía dónde estaba y un insoportable dolor de cabeza le impedía pensar con claridad. Una voz gruesa, imperativa, le ordenó salir de ahí. “Bajá, ¿o querés que te baje en brazos?”, insistió irritado. Sólo cuando pudo aclarar la vista cayó en la cuenta de que estaba en el baúl de un auto. Aturdido y todo, alcanzó a preguntar “¿quién sos; qué querés?”. El tipo con físico y modales de patovica, lo miró de mala gana y mientras se prendía un cigarrillo negro, le marcó la cancha: “Primero, las preguntas las hago yo y segundo, no te hagás el pelotudo”. El curita, que no tendría más de 25 años y un rosario de sudor surcándole la frente, no podía salir de su estado de conmoción. Impaciente por terminar su trabajo, el oso humano no esperó una nueva pregunta del aterrado hijo del Señor y con todo el odio que logró juntar le aclaró la duda: “¡Hijo de puta, le volvés a tocar un pelo a mi hermana y te mando con un tiro en la frente allá arriba a ver a tu jefe! ¿Te quedó clarito?”.