La gorda lo amó hasta desinflarse, hasta quedarle la voz como un imperceptible hilo de agua. Por él dejó todo: casa, madre, perro, estudio, comida. Por él hizo lo que nunca hizo. Estudió chino mandarín. Diseñó joyas. Quemó una bandera. Oró por las madres que alquilan su vientre. Contó piedras en Lanzarote. Bocetó giocondas en cada sábana donde se acostaron. La gorda no mezquinó energías para ofrendarle su amor. Lo dio todo y él, a su modo, también. Antes de olvidarla definitivamente, la pintó como la bailarina de cristal que no era.