Voy manejando rumbo a la costa y mi hijo me sorprende con una de sus
típicas salidas: “Odio las rotondas”, dice con su voz que satura graves. El
tiene esas cosas. De niño más de una vez le decía a su madre, y no en chiste, “detesto
los finales felices”. ¿Qué tendría, 7, 8 años? Hoy, adolescente, prefiere los
documentales de malformaciones humanas o la destrucción de los mitos a los
programas que apelan a las rubiecitas tontas que mueven sus incipientes curvas
con el pop más pausterizado. Lo puede, en cambio, el rap o el hip hop y los sigue
en un tarareo monótono que parece el de una computadora que no está en sus
cabales. Podrán sacarle un pulmón mas no su celular inteligente, esa novia
virtual a la que engaña con una real que lo hace olvidar de las rotondas pero nunca
de los finales felices.