No sé nada de autos, apenas manejar y dónde se ubica la batería y el burro de arranque. Debo confesar que lo que más disfruto es el movimiento, esa plácida sensación de transformar el paisaje a medida que la caja metálica se desplaza a mi merced. Siento que conduzco a La Niña o La Pinta desde el carajo mismo, que el barro aún está fresco y puede tomar caprichosamente mi forma. Que el papel está en blanco y a mi paso se corporizan en él nuevos territorios, colores a estrenar, desconocidas versiones de las evas y los otros. Allá abajo el asfalto supone la arena conquistada, el límite entre un jardín (secreto) y una selva (polinizada). Ahora bajo el vidrio de mi modesta nave terrestre para decirles que podría seguir kilómetros y kilómetros con el jueguito éste de las alegorías. Podría, si hubiera visto a tiempo el semáforo en rojo, la ambulancia desbocada viniendo hacia mí decidida como Cortés al hundir sus naves en Veracruz. Los autos no saben nada de mí.