Vamos a un corte
Por no querer subir a la montaña rusa. Por eso la dejé. Tan simple como eso. “Pedime que te encuentre el Santo Grial, que no me pierda en un shopping, que me guste el vino caliente, pero por favor no me pidás que suba con vos”. Eso le tendría que haber dicho y no, hice la más fácil. La dejé llorando en medio del parque, mientras todos nos miraban como si fuéramos dos fenómenos de circo. Ellas me lanzaban miradas de odio; ellos también. Uno incluso se acercó con la clara intención de pegarme una piña y un providencial corte de luz me salvó el pellejo. En un segundo el parque quedó negro como la lengua del Marqués de Sade. Al volver la luz yo ya estaba muy lejos de allí, jugando al pocker con un puñado de extraños. A mi chica tampoco le fue tan mal. Conmovidas por su llanto, unas veinte almas caritativas se ofrecieron, por turno, a subir con ella a la maldita montaña rusa. Una hora después su cabeza era un tiovivo desmadrado. Tan mareada estaba que se había olvidado de todo. Hasta de mí.