Ni para el té
El barco se estacionó en la puerta. Se enteró de casualidad porque los vecinos corrieron a avisarle, alterados por los bocinazos del Capitán. De mala gana preparó la valija. Dos camisas, tres pantalones, un par de medias y otro de calzoncillos. Los zapatos negros. Como todos los lunes, no llovía ni para el té. Los sapos hacían lo de rutina: karaoke de sí mismos. Después besó uno por uno a sus siete hijos y al número cinco le dejó un billete de cien pesos debajo de la almohada. Bebió un café a las apuradas, higienizó su dentadura y por último abrazó a su mujer con la sumisión de los castos. Salió a la calle. Una vez más el barco había partido sin él. Resignado, subió al primer camello que pasaba. A mano llevaba su paf para el oído y un libro en blanco por si despertaba.