Lo primero que le ofrecieron al aterrizar en el aeropuerto de La Paz fue un té de coca, como para acomodarse a la altura. Lo tomó de mala gana; a esa hora lo único que le importaba era conseguir lo antes posible un hotel donde hacer tiempo entre un avión y otro. Terminó en un cuatro estrellas (ese tipo de calificaciones no dejaban de resultarle un tanto arbitrarias), bastante húmedo pero acogedor. Lo más extraño se encontraba de las ventanas hacia afuera: por el jardín recién cortado caminaban unos cuantos pavos reales. Uno de ellos se acercó lo suficiente como para dejarse fotografiar. A la larga, su foto resultó ser lo mejor de ese penoso viaje que también incluyó insólitas y agobiantes escalas nocturnas en Honduras y Ecuador. Finalmente, de Bolivia se llevaba, además de la preciada imagen, un sutil catálogo de olores. Por momentos se había sentido algo así como un chef intruso, degustando comidas inéditas, sabores excitantes, en una fiesta única para su paladar. Ya de nuevo en el avión, miró por la ventanilla las lejanas luces de la ciudad. La noche, con unas copas de más, ahora tenía los colores de aquel pavo real. Y también su sabor.