La calle desolada tras el bombardeo. Lo único que pido después de tanto fuego cruzado, tanta pirotecnia doméstica. Un silencio absoluto, una soledad proporcional. Caminar pisándome la sombra con un libro bajo el brazo, silbando para adentro una melodía que aún nadie oyó (¿un tango luminoso?). Tranquilo por saber que ella mira por la ventana y me sonríe (aunque llore a su modo). A esta distancia apenas alcanzo a leerle los labios: no sé si balbucea que espere de ella un tsunami de amor o maldice que me caiga un rayo o un piano o la peor versión del Quijote. Yo también le sonrío y le digo algo que ella entiende como “nuestra vida es una novela que escribimos juntos” cuando en realidad le estoy diciendo “el sueño donde te partía la cabeza con una máquina de escribir como la de Jack Kerouac no era una pesadilla. Era una visión. Empezá a correr...¡ahora!”.