Mi padre sin bigote no es mi padre. Es pero no
es. Vendría a ser un otro yo de sí mismo que no encaja en la cara que de niño
tengo registrada en el legajo "mi padre". Ese bigote, he pensado más
de una vez, nació con mi padre. Debe haber sido –intuyo, porque no tiene fotos
de aquellos años- un hermoso bebé de ojos azules... y bigote. Un bigote
proporcional, acorde al pequeño rostro de un recién nacido.
Su biografía confirma que fueron creciendo juntos
y esa relación simbiótica sólo tuvo, vuelvo a conjeturar, un impasse cuando
padre conoció a madre. Bigote pasó unos días de total desconcierto. No estaba
acostumbrado a que otros labios se posaran sobre él. Sin embargo, al cabo de un
tiempo comenzó a tomarle el gustito. Madre siempre fue de perfumarse bien, de
usar lápices labiales de los mejores. A bigote no le disgustaba quedar por
momentos teñido de rojo, al borde del ridículo, extraño casi.
Estoy seguro de que cuando nací, o previamente mis
hermanos, bigote sintió que también había llega al mundo un hermanito. Su
hermanito. Así con la primera, el segundo y yo, el tercero. Bigote tenía ahora
tres hermanitos.
Cada vez que padre nos besaba la frente, bigote hacía
lo propio. Por eso, ver venir la cara de padre era ver venir como en un sidecar
a bigote.
Después de una vida juntos, sabemos que son, que
somos, inseparables. Mal que le pese a madre.