Con ella la discusión siempre es por lo mismo: qué parte
del vaso elegimos. En la mayoría de nuestras disputas verbales, la mitad llena
suele ser su primera opción, por lo tanto la vacía me corresponde. Y eso sí que
no lo discuto. Estoy convencido de que la vida, el día, el país, ella misma, me
dan razones para no poder llenar esa otra mitad. El único vaso que me permito
dejar al borde es del whisky, a la medianoche, cuando ella duerme y ya no tengo
tiempo (ni ganas) de seguir discutiendo. Mientras apuro el último trago, veo
que le cae esa lágrima a destiempo que no colma el vaso. Lo desintegra,
directamente.