El, no yo

Los miro todas las noches desde la ventana de mi departamento en un quinto piso. Me fumo uno o dos cigarrillos, si tengo algo para tomar, mejor, y me quedo mirándolos no sin cierta admiración. Están estacionados, en silencio, no hay dudas de que duermen. Sus motores descansan después de un día que supongo agotador para todos ellos. No es poco cruzar esta ciudad y con este tránsito de locos. Cerca veo cómo pasan otros como ellos y ponen aún en más evidencia que sí duermen y hasta descansan. No podría probar efectivamente que sueñan, aunque esos crujidos extraños bien podrían ser sus pesadillas o esas manchas de aceite en el asfalto, poluciones nocturnas. Para probarlo, acciono la alarma y saco a mi auto de lo que deduzco es un sueño profundo. Por la mañana, me muestra su enojo por haberlo desafiado: no hay forma de que arranque. Lo peor sin embargo es la siesta. Ahí se le manifiesta cada tanto su particular versión del insomnio; lo sé por cómo regula incómodo en la tarde, desafinando sobre todo en los semáforos. Pasado ese trance, es como si en lugar de súper le hubiera puesta un par de red bull. Aunque no le gusta que lo cuente, la única vez que choqué fue porque claramente estaba falto de sueño. El, no yo. Por eso desde entonces respeto su descanso como él mi necesidad de calentar el motor antes de entregarme a un nuevo día de trabajo.