Vida pico
Esperaba el tren; no donde sería lo lógico, un andén de una estación cualquiera. Lo esperaba acostada en la vía, los brazos a un costado, la mirada perdida en un cielo sin nubes, todo lo claro que podía serlo una mañana de enero. Nadie parecía reparar en ella. Yo en cambio la vi cuando cortaba camino por la vía para ir como todos los días a mi laburo en el kiosco. Me acerqué con más curiosidad que nervios y al ver que estaba con los ojos abiertos le dije “¿qué haces, estás loca vos? No seas boluda, levantate”. No se hizo rogar. Se levantó, no lloraba aunque estaba muy seria, con los ojos rojos y una palidez que asustaba. “Gracias”. Eso y nada más fue todo lo que me dijo. Se dio vuelta y se fue caminando hacia la estación, muy lento, como si arrastrara un vagón cargado de dolor. Allí compró un cigarrillo y le dejó unas monedas a una mujer muy anciana con un cartel en el que explicaba que tenía cáncer y ningún familiar. Después la perdí de vista, supongo que salió por donde a esa hora pico entraba un mar de gente. Nunca más la vi. Ahora, cada vez que pasa un tren o cruzo estas vías donde nos conocimos (es una forma de decir) pienso en ella como en alguien a quien debería haber despedido subiendo al tren. Me pregunto si pensará en mí cuando acerca un cuchillo a sus venas o se asoma con hambre a un balcón. Mientras tanto, la sigo esperando acostado en aquel mismo lugar.