Tío Aníbal
El cajón estaba vacío y aún así conservaba las formas del cuerpo, su perfume a tabaco rancio. Calculo que habrá estado en él apenas unas tres horas hasta que desapareció. Es extraño, en casa de tía Marta no éramos más de cinco personas. El resto de la familia y los amigos recién se estaban enterando de la muerte del tío Aníbal. Puede que su abrupta ausencia haya ocurrido cuando fuimos a la cocina a preparar un café y tomar un poco de aire. Sí, ahí debe haber sido. Admito que yo estaba en otra; mi prima Lucía se me insinuaba como en nuestra adolescencia y esta vez su vestido negro, excesivamente escotado, impedía que me concentrara en otra cosa. Es cierto que por una deuda de juego al tío se la tenían jurada, pero de ahí a llevarse su cuerpo era como mucho. Fue Carlitos, mi primo menor, el que se dio cuenta de que el tío no estaba. Me lo dijo al oído e inmediatamente tratamos de distraer a tía Marta. Mientras, pensábamos cómo se lo decíamos o si era conveniente llamar a la policía. La mantuvimos alejada del ataúd todo lo que pudimos hasta que, con la mirada perdida en el pocillo de café, nos lanzó sorpresivamente: “No hace falta que digan nada. Yo sé que se fue. Siempre fue un tipo raro, un jodido. Ni muerto iba a pasar la noche en casa”. Sin saber qué responderle, sólo atinamos a mirarnos cómplices y a esperar alguna señal del tío Aníbal. De un momento a otro llegarían sus viejos compañeros del circo.