Agua va
La camioneta se detiene al costado de la ruta. Bajan en silencio. De fondo, la radio rebota una chacarera del Chaqueño Palavecino. La madre de los tres que van con ella lleva en su mano una pepsi de dos litros, llena con agua de la canilla. Con un gesto ceremonioso la deja junto a cientos de botellas similares. Están solos porque es plena siesta, pero hay días en que no se puede caminar por ese cementerio de plásticos e insectos. Ninguno habla o hablan para dentro, como hacen cada vez que visitan al Gauchito. Pasajeros de un viaje que no admite intrusos, sus ojos se concentran en la pequeña gruta. La mujer, que viste la misma blusa roja de todos los meses, pide por sus hijos, mientras sus hijos piden por ella, la cosecha que se viene y el hermano purgando su pena en una cárcel del Sur. Los cuatro agradecen estar vivos. Sienten que si se acabara el mundo en ese instante, ellos al menos estarían a salvo. Cerca, a unos cien metros, un camión va perdiendo una rueda y el conductor, que tomó de más, el control del volante. Un ruido, un solo ruido, acalla al Chaqueño. Lo que sigue, lo leímos en los diarios.