Era una mañana ideal para darle de comer a los espejos. Primero un ojo, después el otro. Luego el pelo, la nariz, el cuello. No conforme, aún con hambre, debió subirse a una silla para ofrecerle las piernas, una media, incluso el zapato. De postre, le dio la lengua para que cantara pero ya no pudo escucharlo. Se sabe, la debilidad de los espejos son los oídos.