Casi al mismo tiempo que en Amsterdam el castaño de Ana Frank muere lentamente de una enfermedad infecciosa a sus 150 años, en mi minúsculo jardín de barrio atravieso un duelo similar: el cerezo de apenas seis años, obtenido de buena fe en un concurso radial, agoniza sin razón aparente. De cerca, escasos metros, el limonero y la rosa china parecen acompañar desde su silencio la caída de un hermano mayor. Si el castaño de Indias, que conmovía a la niña al punto de quitarle el habla y darle motivos para registrarlo en su famoso diario, ahora es un vegetal senil vapuleado por hongos y polillas, mi dolido cerezo en cambio se presenta como un caso extraño con diagnóstico poco claro. De un día para otro, sus hojas se fueron marchitando sin que en ellas se percibieran esos microorganismos que las devoran de a poco, hasta con cierta delicadeza, dejando las suficientes pistas de que algo va mal. La ausencia de pájaros en sus ramas debería haber sido la señal más elocuente del inminente final. Nunca tuve la sensibilidad de aquella niña, me excuso.
Un llamado de emergencia al INTA fue uno de mis últimos intentos. "Puede ser el agua", especuló al otro lado de la línea el atento especialista. "El agua nuestra tiene mucho cloro", completó sin sonar a maestro ciruela. Para luego agregar que sería conveniente aportarle nutrientes al esquelético ejemplar. "Compre humus y revuélvale la tierra. Empecemos por ahí", fue su consejo final.
El arbolito de Ana se había consumido en los años '90 unos 160 mil euros en un tratamiento a toda vista infructuoso. A mí sólo me había costado una llamadita por teléfono, podía jactarme estúpidamente. Ahora no me queda otra que esperar. Cada mañana me acerco con la esperanza de verle un brote, una mínima pista de recuperación. Caso contrario, ya tengo en vista un hermoso sauce eléctrico (como el que tiene un tío en su campo de Misiones). Mi única condición será desde un principio no establecer ningún lazo afectivo. Tengo que aprender, alguna vez tengo que aprender. Salvo un verdugo, nadie puede saber el dolor que siento cada vez que miro el hacha apoyada en la pared mientras se acerca la inevitable hora de usarla.