Durante mucho tiempo traté de mantenerme en silencio, no hablar con nadie; mucho menos con la prensa. El cambio de opinión responde a que estoy harto de que la historia, de la que yo también fui parte, se cuente a medias, o tan diferente que termine siendo otra historia. No es fácil decirlo, pero fui yo quien atropelló a Stephen King aquel 19 de junio del '99. A decir verdad, no lo conocía demasiado. No me gusta leer, apenas si hojeo el diario o alguna revista cuando voy al dentista. Mi esposa, que sí lee y cada tanto compra algún libro, me contó que Stephen es el mismo que escribió Carrie; es más, me hizo acordar que vimos juntos Misery, una película basada en un libro suyo. Hasta ahí lo poco que puedo decir que sabía de este tipo. Pero volvamos al principio. Esa mañana salí temprano en mi camioneta para hacer unas compras, no recuerdo bien si fui por cervezas, pero sí me acuerdo claramente que no iba demasiado rápido. Como mucho, a unos 60 km, no más. A Stephen, según me contaron después, le gustaba salir a caminar unos cuantos kilómetros por la principal de Maine para despejarse un poco y ganar oxígeno para seguir escribiendo. El iba hacia el norte por la banquina, distraido; creo que no sólo no me vio sino que ni siquiera me escuchó. Supongo que todo ocurrió en ese instante de distracción en que me agaché para retarlo a Bullet, mi perro. Cuando levanté la vista, ya lo tenía ahí; demasiado tarde para pegar el volantazo o frenar. El golpe, el ruido del golpe de su cuerpo contra mi vieja Dodge, aún lo tengo grabado en mi cabeza (hay veces en que sueño que es él quien maneja y yo el atropellado, volando por el aire, mirándolo todo desde arriba pero con la angustia extra de que nunca termino de caer).
Me bajé corriendo y respiré aliviado cuando vi que estaba vivo. Sus lentes ensangrentados habían quedado intactos en el asiento de la camioneta. Vaya a saber cómo fueron a parar ahí. Sin un solo rasguño, Bullet jugaba con ellos, entre los vidrios del parabrisas esparcidos por todos lados.
Alguien que pasaba por allí llamó una ambulancia, pero en realidad llegaron dos: una para Stephen, con el doctor Fillebrown a la cabeza, y otra para mí. Intenté explicarles de todas las maneras posibles que estaba bien; sólo tenía algunos golpes y un susto que ni les cuento. Los paramédicos no quisieron escucharme, me pusieron un collarín y me subieron a la ambulancia en cuestión de segundos.
Desde entonces, cinco largos años ya, espero que volvamos a vernos las caras. Mientras llega ese día, mato el tiempo leyendo su última novela. Para ser sincero, no recuerdo ni el título. Tantas pastillas me sumergen en profundas lagunas que a veces ni sé quién soy y hasta el pobre Bullet se transforma en un extraño. Lo único que tengo claro es que mi mujer me compra sus libros y que yo los leo con una inexplicable curiosidad. Me pregunto si será por la culpa. Sinceramente espero que algún día pueda perdonarme. Yo ya lo hice.