La puerta se estremece por los golpes. Es extraño, el timbre funciona, por lo tanto no se entiende que golpeen en lugar de tocar el timbre. La mujer espía por la mirilla y lo ve. Lo reta: "¿Che, por qué no tocás el timbre?". Marcos no contesta. Para salir del paso masculla un chiste ininteligible y entra a la casa. Sus hijos se le abalanzan, él los besa e inmediatamente les muestra una extrañísima cicatriz: "¿Saben quién me la hizo?", les pregunta, y sin esperar respuesta (los niños están demasiado sorprendidos como para contestarle), entra en detalles: "¿Se acuerdan de Moby Dick?" Ellos lo miran incrédulos. El, sin inmutarse, les cuenta que la enorme ballena blanca del libro fue la que le dejó esa marca en el brazo. "Ojo, fue en la biblioteca", aclara y no hace otra cosa que confundirlos aún más.
Para evitar preguntas incómodas les dice que después les contará cómo sucedió, pero ahora quiere comer algo porque está muerto de hambre. Los niños se miran sin entender qué está pasando. Lucio y Camilo especulan: la cicatriz, en realidad, puede ser uno de esos tatuajes que duran un par de días. Sin embargo, el efecto está más que logrado: es una cicatriz, extraña, pero cicatriz al fin.
En Marcos Urquiza la línea entre lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario, es tan delgada que una u otra posibilidad terminan dando lo mismo. Su esposa Alicia es enfermera y se podría decir que prácticamente vive en el hospital. Los chicos, en consecuencia, han crecido con abuelos, empleadas confiables y vecinos samaritanos. Pero hay un momento del día, apenas pasadas las diez de la noche, en que los niños sienten que ingresan a una zona paralela donde quedan atrás la crisis -palabra que escuchan cientos de veces en boca de su madre, su padre y los noticieros-, los deberes sin hacer, o las películas con el cartelito de "protección al menor". Ese territorio virtual excluye todo rasgo de realidad. Sólo cuentos, fábulas o relatos de todo tipo ocupan ese espacio vedado a cualquier persona ajena a la familia Urquiza. Allí, las mentiras piadosas operan como antídotos caseros para que las bombas del mundo no los saquen del sueño, no los dañen con sus esquirlas de brutal realidad. Tarde o temprano, caerán en la cuenta de que la felicidad es una mentira que acaba por descubrirse.