Cuando hicimos el amor por primera vez yo aún no sabía que era ciega. Para empezar no estaría nada mal pero no es esa la historia que quiero contar ahora que ya ni siquiera puedo pasar horas leyéndole, acariciándola mientras le leo, rozándola con las páginas, oliéndola. Ella olía como un jardín de Bariloche, como una noche bajo los Arrayanes. Sé que no es una comparación convencional pero olía a madera humeda, a rosa mosqueta, levemente a humo. Ella fue quien me enseñó a comparar valiéndome de los olores, a explicarme con el tacto. Todo lo que ella decía leer en mis manos se cumplió tal cual, incluso lo que le pasó. "Está escrito, yo sé que está escrito", repetía a pesar de mi enojo cada vez que me advertía que lo nuestro tenía los días contados.
Hago una pausa, respiro, me sirvo un trago. Enciendo un sahumerio de canela, su preferido. Afuera está nevando y las calles están más vacías y tristes que nunca. El cielo es un techo negro, un telón inabarcable. Me gusta la nieve, me gusta porque me recuerda a ella con una insólita expresión de felicidad y extrañeza jugando a crear muñecos deformes, imposibles. A pesar de lo que pasó, me sigue gustando la nieve porque allí su risa tenía una resonancia única, porque sus ojos de ornamento se ponían -o yo lo creía- más blancos, más brillantes.
Ahora soy yo el que puede afirmar que todo estaba escrito. Yo soy el que no vio las luces del auto viniendo hacia nosotros como una bala perdida tras esquivar a un gato infame. Ella eligió creer que mis gritos eran un mal chiste para asustarla y así lograr que regresara junto al fuego. Sus manos quedaron aferradas a la cabeza del muñeco; ambos perdieron la forma como si de pronto el sol hubiera llegado a poner las cosas en su lugar.
La única vez que había visto sangre en la nieve fue en una película. Y esta película, nuestra película, terminó como terminan todas: con el fin y las luces invitando a buscar la puerta de salida. Ella partió primero. Yo me quedé paralizado en los títulos.