La culpa la tuvo ella
Una sola vez en mi vida me subí a un caballo. Fue en unas vacaciones de verano en San Luis, a fines de los 80. Yo que nunca tuve ni un enclenque caballito de madera ni moría por los spaghetti westerns terminaba montando un aburrido animal de alquiler a instancias de mi novia de entonces. De lo poco que recuerdo, apenas retengo un puñado de imágenes: las pocas ganas de echarse andar del explotado equino, mi cuerpo absolutamente petrificado y sobre todo el momento, el eterno momento en que decidió cruzar -sin mi consentimiento- una ruta peligrosísima para retomar su trillado recorrido. Ya perdí la cuenta de las veces que pensé qué hubiera pasado si en ese instante el ajedrez del destino hubiese puesto en mi camino un auto o uno de los tantos micros con turistas que transitan esa zona. De poco sirvieron las tres o cuatro instrucciones que se dan cuando te alquilan un caballo. El hizo lo que quiso y yo lo que quiso mi novia. Creo que después de esa frustrada cabalgata no nos hablamos durante el resto del día; esa solía ser nuestra forma de dirimir los conflictos para evitar la pirotecnia verbal. Desde entonces, ya sin aquella novia, cada vez que voy al mar o a la montaña no lo dudo: alquilo una bicicleta. Una segura y dócil bicicleta. A los caballos los sigo prefiriendo entre las piernas de Scarlett Johansson o en los poemas de Julio González.