Todo lo que termina

Saúl acaba de ahogarse frente a mí y ni siquiera sé quién es Saúl. Yo estaba tranquilo en el puente, mirando las luces de la ciudad, pensando en nada, cuando un hombre joven, a unos veinte metros, también apoyado en la baranda y bebiendo de una petaca, en un movimiento muy rápido y hasta se diría estudiado, se tiró al agua, decidido. Yo me quedé estupefacto, no atiné ni a correr ni a gritarle. Detrás, llegó corriendo una mujer, desencajada, gritando ¡Saúl! ¡Por Dios, Saúl, no lo hagas! En el agua, una estela marcaba el sitio exacto donde había caído Saúl. Fue culpa mía, decía ella en un sollozo convulsivo. Fue culpa mía, repetía mirando fijo al agua. Recién cuando intenté acercarme se dio cuenta de que no estaba sola. Mi presencia no modificó en nada su estado de alteración. Apenas si giró su rostro para mirarme e inmediatamente volver su vista al río. ¿Te puedo ayudar?, le pregunté, pero ya era demasiado tarde; se había tirado siguiendo el camino de Saúl. Encendí un cigarrillo, miré la última estela en el agua y me fui pensando que Andrés, una vez más, tenía razón: "Todo lo que termina, termina mal".


La cosecha de Narovsky

El tipo es un auténtico obsesivo. Está en la playa con todo lo que tiene que tener un hombre para ser feliz: un libro, cigarrillos, mate. Corre viento y aunque se está nublando no deja de ponerse protector solar. Nada le irrita más que la arena que se le pega donde acaba de pasarse crema. Sus hijas han vuelto a invitarlo a jugar al tejo y él ha vuelto a disculparse para dedicarse a su nuevo e insólito hobbie. Está concentrado en recoger vidrios de la arena (en pocos minutos la tapa del termo está repleta). Desde que una antigua novia le leyera aquel famoso aforismo de Narovsky, la idea le quedó dando vueltas y ahora, tras haber descubierto un trozo considerable de una botella de cerveza, no puede dejar de buscar pequeñas y filosas muestras de la animalidad humana. Esos restos, que la mayoría de las veces lleva el etílico sello de los desaprensivos, han dejado sus secuelas en donde se juega al vóley, se miran mujeres como si fueran amaneceres o simplemente se trota para que las vacaciones no terminen con uno. Un día, proyecta el obsesivo, bien podría construir con todos estos vidrios una botella para lanzarla al mar. A diferencia de los mensajes de los naufragos, adentro iré yo, sueña antes del tajo y el grito y la sangre y su mujer insultándolo, curita en mano.