Castillo fue
Deja correr el agua un buen rato. Siempre lo hace, mientras fuma o se afeita. Esta vez, en un gesto automático, acerca el jabón a su nariz y aspira un perfume reconocible que en un inesperado cross lo devuelve a otro tiempo, a otro lugar. Cree haber abierto una puerta a aquellos días en el Valparaíso de los ‘80, donde él escribía y ella juntaba caracoles en un bolso rojo. Donde ella leía revistas de decoración y él se dejaba ir en un barco que pasaba a lo lejos. La vida en esos momentos tenía la perfección de las postales. Hasta que llega ese día en que los barcos se hunden ante la complicidad de un faro que baja la vista y lo que era castillo no es más que arena... El agua se enfría de golpe y lo saca violentamente del letargo; vuelve a ser un hombre desnudo con un jabón como inasible oráculo. Ahora se siente triste y estúpido. Por suerte, la ducha se lleva rápidamente esas vergonzantes lágrimas. En las cañerías quedan aullando los lobos de aquel amor.