Su propio anzuelo
Fueron a pescar sin caña. No era la primera vez que lo hacían de esa forma. En cada ocasión el método se repetía sin variar el más mínimo detalle: sentarse a la orilla, los pies en el agua, y lo más importante: mirar profundo hacia un punto equis. Al cabo de un rato, como eyectados por la mano humana, peces de los más variados tamaños y colores saltaban fuera del agua. La parábola, casi el vuelo, concluía en una serie de canastas ubicadas una al lado de la otra a lo largo de unos quince o veinte metros. Dos horas después, a veces el padre, otras el hijo, emitía la primera y única palabra de la tarde para decir “vamos”, tras lo cual recogían lo (no) pescado y lo cargaban en la camioneta. Claramente satisfechos, regresaban a casa disimulando el silencio con la música de la radio. Cuando el secreto dejó de serlo, de un día para otro la exigua laguna se llenó de principiantes como así también de expertos en busca de nuevas experiencias. Fue en vano. Un fracaso total. Apenas lo vieron aparecer fue demasiado tarde para pensar o escapar. "Mordieron su propio anzuelo", fue lo único que se le escuchó decir al más viejo cuando leyó en el diario lo del tiburón.