El día que lo encontraron muerto, desparramado en medio de un oscuro callejón de Carlos Paz, todavía estaba vestido con el disfraz de Pantera Rosa. Ignacio Lépez había llegado a su último trabajo -animador part-time del Trencito de la Alegría- después de largos meses de rebotar en sus intentos de encontrar un modesto puesto como ingeniero civil. Con el título universitario colgado en el lugar más visible de su comedor, Ignacio se había dado una última oportunidad: conseguir un trabajo, cualquier trabajo. No cargaba con mujer ni con hijos. En el mundo sólo le quedaba su madre (89 años de humanidad desparramados en un geriátrico municipal), a la que rara vez visitaba. Su única compañía, puede que su único verdadero afecto en esta vida, era su esquivo gato Poe. La noche que lo encontraron muerto, Ignacio sabía que sería la última y aún así no hizo nada al respecto. Sin apuro, a eso de las 20 se puso su ajado disfraz, guardó en el bolso Adidas el desodorante, el peine y la pulsera de oro, y después de saludar con un gesto mecánico a su jefe en el puesto de la plaza se subió por última vez al Trencito. Allí tuvo la certeza de que en la mirada de ese niño rubio estaba todo dicho.