Parado, aburrido, haciendo cola para sacar sus últimos
Roca del cajero automático, ve pasar a dos chicas de entre 20 y 30 años y un
tipo de unos 50 largos, caracterizados para una obra clásica infantil. Van
repartiendo volantes y sonrisas a diestra y siniestra, invitando a los niños y a
sus padres a ver la función de esa noche en un teatrito ubicado donde termina
la calle principal. Los veo cruzar por la senda peatonal y como en un sueño o
la escena lisérgica de una serie de Disney, veo que ese auto que acaba de
frenar en realidad no lo hizo y los atropella. Ahora los veo volar
aparatosamente y caer mezclados con los volantes; sus rostros se retuercen casi
en cámara lenta. Espantoso pero demasiado real. Una niña corre a socorrer a la
Princesa, que tiene sangre en sus comisuras, su padre auxilia al Capitan
Garfield y una mujer con pinta de abuela buena atiende como puede a la joven
pirata. La escena es bizarra, tanto que la mayoría de los curiosos interpreta
que se trata de otra obra callejera, un poco más realista y dramática que de
costumbre, y aplauden con fervor. Al final, no hay quien no deje un puñado de
monedas en el maltrecho sombrero del Capitán.
Su mueble
Llevamos juntos 75 años. Miento, 76. Ultimamente me falla
un poco la memoria. A mi mujer, en cambio, su vista le hace trampas. Ve lo que
no debe ver. O ve otra cosa. A mí no me ve nada bien. En la caja negra de sus
ojos la silla o yo somos lo mismo. Me lo dice siempre: “Entre vos y la heladera
o el lavarropas no hay mucha diferencia”. Hay veces que me ofendo y otras en
que me enternece. Tampoco sirve, debo reconocer, que para guiarse me pregunte
porque yo ya no escucho nada, mucho menos el hilo de su voz. A esta altura lo
único que podemos hacer es tocarnos a manera de guía. Sólo las manos ven,
oyen, hablan por nosotros. Al menos cuando las mías o las de ella estén frías, sabremos
que las del otro serán las que deban marcar el 911 del final.
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