Loca en sus ojos
Sin razón aparente, como hago buena parte de las cosas, el lunes dejé todo lo que tenía planeado para esa tarde y me fui derecho a comprar una parcela en un cementerio privado. Justo yo que cada vez que sale el tema digo “a mí crémenme, ni locos se les ocurra meterme bajo tierra”. Lo digo y de pensarlo nomás me falta el aire. Quiero creer que fue para evitarle un problema más a mi familia cuando llegue ese puto momento. Para esa inesperada inversión me gasté los pocos ahorros que tenía sabiendo que más temprano que tarde me iba a arrepentir; sobre todo cuando le contara a mi mujer. La reacción esperable (como si la estuviera escuchando) habría sido algo por el estilo: “No me comprás la cocina que está hecha pelota; no sé si te diste cuenta que le sale más humo que al Torino de tu viejo; y encima te gastás la poca plata que tenemos en una tumba!! Sos un boludo, definitivamente sos un boludo”. Sin embargo, la madre de mis hijos me sorprende con su versión más Osho: “Hiciste bien Humberto, uno nunca sabe cuándo la va a necesitar”. Lo dice bajando la vista hacia el cuchillo que sólo yo uso en la casa y que inesperadamente está en su mano brillando como las estrellas en el cielo de Hollywood. Ahora dudo si darle las gracias por no reaccionar como una loca o si salir corriendo porque la loca en este preciso momento está riendo en sus ojos como poseída.
Comienzo de la novela que no
Uno es esclavo de sus obsesiones y sólo lo entiende cuando las deja ser. La historia de la monja azul estuvo en su cabeza más de 30 años y un día, uno cualquiera, se decidió a contarla. No ya con un afán de posteridad sino más bien para morirse tranquilo. A Aldo Lisboa le habían diagnosticado un cáncer de pulmón y no le quedaba demasiado tiempo para postergar sueños o meros trámites literarios.
Ese día el cazador optó por quedarse
Noche. El ignoto escultor ruso viaja a las profundidades del bosque donde alguna vez quedó atrapada su sombra. Al llegar, conmovido, primero decide darle un nombre a ese invierno con raíces y a posteriori elige un árbol al azar porque en el sueño, el último, era cualquier árbol en el que habría de descubrir oculta la obra destinada a eternizarlo. La misma debería evocar su rostro y llevar por título“El espejo”. No contaba, mucho menos en el sueño aquél, con una tormenta nada azarosa ni con la pericia de ese rayo con hambre de pájaro carpintero. Roto el espejo en ciernes, el bosque se miró en el escultor deshecho y en sus ojos amaneció por primera vez.
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