Muy muy tan tan
Me dice "hoy no tengo ganas de cocinar, vamos a comer afuera". Con esa carita que me pone, no puedo decirle que no, que ando sin un peso y la tarjeta ya es un chicle que perdió el gusto. La llevo a un restorán ni muy muy ni tan tan, sabiendo que igual quedará contenta. Pedimos la carta y ella elige lo de siempre (pastas), en cambio yo me propongo salirme de lo acostumbrado y la despisto pidiendo unas rabas. Elijo un buen vino, no muy caro, pero sin dudas un buen cabernet sauvignon. Una hora después, llega el mozo con la cuenta y yo amago a sacar la billetera. Ella me frena con un oportuno "¡pará!". No cabe duda de que me quiere invitar ella, algo que -debo admitir- no figuraba en mis planes. Con movimientos decididos busca su cartera, de pronto mira a ambos lados y mirándome a los ojos me propone: "A la cuenta de tres, corramos". Si no lo dije antes, tengo que decirlo ahora: ella siempre me sorprende. Y al mozo, ni qué hablar.
Retrato vintage
El sofá es atigrado y le hace juego con esa falda corta que no se saca ni para dormir. Sobre él, Tía E cruza las piernas y a mí, con cinco años apenas, se me corta el aliento y veo todo nublado. Manchas veo. Hace poco que dejó la noche pero todavía se le nota la calle en la voz, especialmente cuando me habla al oído. Ahora tengo quince y me estoy tocando, sentado en el tigre de su sofá. Allí se disimulan mis jugos del deseo, placenteros rastros que sólo yo y nadie más que yo podría reconocer. Cada tanto, de riguroso negro Tía E me espera para compartir una copa y un rato de charla. Debo reconocer que a sus sesenta sigue cruzando las piernas con el mismo arte con que la evocan mis manos. Tocarla sería como romper el vidrio antes del incendio. O quemarme así.
La birome amarilla
"Creo que si lo intentara tal vez podría, pero ¿tendría algún sentido?", cavila Aldo Lisboa oteando la calle desde su escritorio. Su duda es un molesto tic tac que no cesa desde que le regalaron una birome amarilla junto a otras de color verde, azul, negro y rojo. Lo lógico, razona él, sería utilizar las clásicas (azul, roja, negra) y desechar las otras por poco legibles. O por excéntricas, si lo piensa mejor. Pero no, hay algo que le dice que a la amarilla debería considerarla como algo especial, quizás un guiño para aquellos que buscan pelos en las sábanas, diarios ocultos, hijos no reconocidos. Exactamente a las 23.17, Lisboa toma la decisión: en amarillo escribirá lo que espera sea su último cuento. Quien logre leerlo completamente calzará el merecido traje de protagonista y entonces, recién entonces, podrá merecer que su historia vire al negro o el azul de las páginas.
Vida pico
Esperaba el tren; no donde sería lo lógico, un andén de una estación cualquiera. Lo esperaba acostada en la vía, los brazos a un costado, la mirada perdida en un cielo sin nubes, todo lo claro que podía serlo una mañana de enero. Nadie parecía reparar en ella. Yo en cambio la vi cuando cortaba camino por la vía para ir como todos los días a mi laburo en el kiosco. Me acerqué con más curiosidad que nervios y al ver que estaba con los ojos abiertos le dije “¿qué haces, estás loca vos? No seas boluda, levantate”. No se hizo rogar. Se levantó, no lloraba aunque estaba muy seria, con los ojos rojos y una palidez que asustaba. “Gracias”. Eso y nada más fue todo lo que me dijo. Se dio vuelta y se fue caminando hacia la estación, muy lento, como si arrastrara un vagón cargado de dolor. Allí compró un cigarrillo y le dejó unas monedas a una mujer muy anciana con un cartel en el que explicaba que tenía cáncer y ningún familiar. Después la perdí de vista, supongo que salió por donde a esa hora pico entraba un mar de gente. Nunca más la vi. Ahora, cada vez que pasa un tren o cruzo estas vías donde nos conocimos (es una forma de decir) pienso en ella como en alguien a quien debería haber despedido subiendo al tren. Me pregunto si pensará en mí cuando acerca un cuchillo a sus venas o se asoma con hambre a un balcón. Mientras tanto, la sigo esperando acostado en aquel mismo lugar.
Cereza D.
V. es Cereza D. La llamo así en la intimidad, en esas noches en que a falta de velas abrimos las ventanas y dejamos entrar de un solo trago las luces de la ciudad. A ella le gusta contarme historias, casi siempre inventadas y poco plausibles, pero tiene un talento especial para narrarlas, con un estilo potenciado por la forma de respirar cada palabra, o por esa ronquera leve y definitiva que le acentuó el cigarrillo. Cereza D. cree que me cuenta, sin saber que soy yo quien la está contando y haciéndola cierta en mis sábanas de había otra vez.
Ala una, alas dos
El auténtico pájaro capicúa vuela de atrás hacia adelante. Y viceversa. A veces el viento lo rebobina como a un viejo caset y su sombra termina donde todo empezó: en el umbral de un árbol que de tan imaginario aún no existe o ya se voló a su cielo de jaula eternamente abierta.
Watts
Cuando me paré frente al espejo añoré las velas que sobraban en ese libro del siglo XIX que acababa de leer. Con la escasa luz que había, me afeité apelando a la memoria táctil de años de recorrerme palmo a palmo la cara, confiando más en la suerte que en el supuesto oficio. Tenía una importante cena de negocios y no daba para presentarme con más cortes que un boxeador en su noche más negra. Como pude, al cabo de quince trabajosos minutos salí dignamente ileso. A la que no le fue nada bien fue a mi hija mayor; a ella la esperaba un cumpleaños, un novio nuevo, y su maquillaje casi a ciegas había resultado una lograda réplica adolescente de Piñón Fijo. Cuando salió del baño, con mi mujer nos largamos a reír y Flopi a llorar desconsoladamente. Al otro día, cansado de los justificados reclamos y quejas de toda mi familia, fui al súper sólo a comprar un foco. No cualquier foco; uno de 200, para ahorrarles cualquier tipo de comentarios. Ahora, cada vez que nos miramos al espejo, vemos hasta lo que estamos pensando. Y ahí sí que nos reímos todos.
Solía
Mientras se depilaba y yo leía el diario, solía hacer comentarios del tipo “a mí me gustaría ser amiga de Marcelo Cohen”. Yo la miraba de reojo y me limitaba a contestarle con una indiferencia tal que hasta Marcelo Cohen hubiera querido llamarse Ernesto.
Yerba nueva
Lo estoy viendo yo pero podría verlo cualquiera: una mosca haciendo pie sobre el lomo de un caballo. ¿Se animaría alguien a discutirme que la muy osada intenta domarlo? No sería eso lo más extraño, reconozco. Lo raro es cómo se miran a los ojos y en un instante salen volando hasta perderlos de vista. Es cierto, el mate sabe muy diferente con la yerba nueva, sin embargo eso no explicaría que mis alpargatas estén leyendo un libro en braile ni que la cigarra cante negro spirituals con una voz que realmente mete miedo. En lo único que pienso ahora es si volverán. Mañana habrá sopa y no será lo mismo sin ellos.
Cara a cara a cara
Su cara se me aparece nítida en el disco “Pare”. Su cara no es su cara de verme sino su cara de mirarse en el espejo. Al minuto, tal vez menos, las bocinas se multiplican enviándome una clara señal de que no es correcto que la siga mirando como si fuera a desvestirla o a darle el beso de la muerte. A mí no me preocupa la espera; el problema es cuando en el mismo cartel de su cara aparece otra palabra. En sus labios, y con rojo furioso, leo: “Fuiste”.
Mi coma
Sería más romántico decir que desperté escuchando su voz. En realidad, ahora lo recuerdo con claridad: fue el ruido de la lluvia lo primero que escuché cuando volví del coma. Puedo ser más preciso aún; no se trataba de una lluvia real sino de la lluvia que provenía de la radio que mi padre había dejado al costado de la cama. Cuando reaccioné, ella gritó, lloró, volvió a gritar y finalmente se desplomó como si un francotirador le hubiera dado en la frente. Yo no entendía nada pero igual me sentía feliz, en medio de un cumpleaños en el que todos quisieran brindar por mí y salir en la foto. Como era de esperar, su sonrisa se borró inmediatamente cuando pregunté qué me había pasado. Incómoda, mirándose un rosario atado a su muñeca, sólo atinó a decir “un golpe, un simple golpe”. Y esta vez lloró de una forma que le desconocía.
Este corazón carnívoro que somos
Algunos ven la vida como si recorrieran el mundo en una bicicleta fija. Su hora es la de los relojes de pared y sus cuadros siempre están en el museo equivocado. ¿Qué tendrá de cierta esa teoría que asegura que los patos vuelan cuando quieren estar quietos? Nada de lo que se pueda aprender de estas u otras aves se acerca a las enseñanzas que se desprenden de la cinética del caracol. En su misterio a la vista está la clave: el humano es un acto fallido de la creación.
Bendita química
En el correo de lectores de The Guardian una mujer escribe que ya no sabe qué hacer con ese vecino loco que a toda hora lee la Biblia a los gritos y con la ventana abierta. Ella, devota con asistencia perfecta a misas de domingo, ha tomado una determinación de la que, cree, se va a arrepentir pero el Señor sabrá entenderla y por qué no, perdonarla. Irá al departamento del vecino desquiciado, le tocará el timbre, le pedirá que le convide una tacita de azúcar y, cuando se distraiga, le vaciará agua bendita en su vaso de whisky. Al otro día, de regreso de confesarse con el padre Peter, su vecino nuevamente está leyendo a viva voz pero ya no se trata de los textos bíblicos sino de los más encendidos relatos del Marqués de Sade. Extraña reacción química, piensa la desconcertada feligresa mientras apura el paso para llegar a su casa y tomarse su tranquilizante fernet con mirra. Sobre la mesa, el diario le trae la noticia de que otro cura pedófilo está tras las rejas. Gracias a Dios, siempre habrá una buena excusa para beber.
Su primer Funes
En algún códice del siglo XVI, San Isidoro dejaba por escrito que la creación del mundo debía haberse producido, días más, noches menos, en el 5210 antes de Jesús de Nazareth. Por entonces, Dios trabajaba en una precaria versión de wikipedia y no había caso, no conseguía darle forma a su primer Funes. Hasta que se le ocurrió acortar los caminos e inventar la memoria y con ella a un hombre bien parecido para que siempre olvidara. Después, y por una afortunada torpeza, el azar le haría descubrir la inexacta ciencia del amor. Pero ya era tarde, muy tarde; a esa hora de la humanidad no quedaban mujeres para él. De allí su soledad sin antes ni después.
Autorreferencial
Lo único que toma la cámara, lo que está perfectamente en cuadro, es una mano que se sirve una medialuna de un plato. Acto seguido, esa misma mano es atravesada por un cuchillo. Si fue la mano libre o se trató de otra, poco importa. Lo que acaba de ocurrir debería justificar por sí solo abrir el cuadro, mover la cámara. Eso no ocurre. ¿Por qué todos miran al director y no a la pantalla?
Para el 911
Lo inexplicable no es que el elefante esté incómodo ocupando todo el ascensor sino que la señora del Quinto B se queje de que las escaleras y el hall están sucios con cáscaras de maní. Culposo, el portero ensaya una excusa y da su versión: una vez más, desoyendo lo planteado en la última reunión de consorcio, el cuidador del Zoológico ha vuelto a traerse trabajo a su departamento de un ambiente sin medir consecuencias y, especialmente, dimensiones. Es más, el muy insensato todavía no paga la lámpara del pasillo que el lunes rompió la jirafa y encima se queja de que a la pantera le aterra la oscuridad. En cambio, del cocodrilo y la extraña desaparición del pianista del octavo, nadie se anima a decir una sola palabra. Yo tampoco lo haré.
Vuelta de hoja
El saco de astracán estaba acurrucado en el piso. Y debajo de él su cartera. Y dentro de su cartera la carta que le escribió a mano, con sus últimas fuerzas. Ahora sabe con certeza que nunca se tomó el trabajo de leerla. De haberlo hecho no hubiera tomado la decisión. ¿En qué habrá estado pensando cuando creyó que estudiar Letras era la solución; esa hoja que debía dar vuelta para dejarlo definitivamente del otro lado?
No hay derecho
A los niños zurdos siempre nos miraban raro. Éramos una especie de freaks a los que había que mantener a prudencial distancia, no fuera que eso, manejar con gracia la siniestra, fuera contagioso como el sarampión o el peronismo. Pero bien que les gustaba vernos tocar la guitarra al revés, pegarle con gracia a la pelotita de ping pong o patear como el Diego y hacer los goles más grosos en el campito. Si integrar el equipo de la izquierda ya era todo un tema desde chicos, imagínense lo que fue de grandes jugar en la liga mayor. A esa altura del partido ya ni siquiera nos miraban raro; directamente nos expulsaban antes de entrar a la cancha.
Desde el carajo
No sé nada de autos, apenas manejar y dónde se ubica la batería y el burro de arranque. Debo confesar que lo que más disfruto es el movimiento, esa plácida sensación de transformar el paisaje a medida que la caja metálica se desplaza a mi merced. Siento que conduzco a La Niña o La Pinta desde el carajo mismo, que el barro aún está fresco y puede tomar caprichosamente mi forma. Que el papel está en blanco y a mi paso se corporizan en él nuevos territorios, colores a estrenar, desconocidas versiones de las evas y los otros. Allá abajo el asfalto supone la arena conquistada, el límite entre un jardín (secreto) y una selva (polinizada). Ahora bajo el vidrio de mi modesta nave terrestre para decirles que podría seguir kilómetros y kilómetros con el jueguito éste de las alegorías. Podría, si hubiera visto a tiempo el semáforo en rojo, la ambulancia desbocada viniendo hacia mí decidida como Cortés al hundir sus naves en Veracruz. Los autos no saben nada de mí.
Hasta mañana
Cuando logro sortear las madreselvas del insomnio y el sueño por fin se me aparece descalzo, recién bañado, listo para meterse en mí, detrás de mis ojos irrumpe la indeseable señal de ajuste. El recurso desesperado al que apelo es pedirle a mi mujer que por un momento, unos segundos apenas, se distraiga de darle de comer a los peces y a los niños, busque el control remoto enredado en su corpiño y me apague sin lástima. Coincidimos: dormido soy encantador, uno de esos tipos que son capaces de robar una flor y pagarla. Pero sépanlo, también puedo ser el peor; ese que le esconde el piano a Sam para que no toque en toda la noche y así mi insomnio pueda invitarlo a una copa tras otra hasta perderme de vista. Sólo hasta mañana.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)