La muerte, ese electrodoméstico

Abre la puerta de la heladera y su luz lo enceguece. Escucha una voz que le dice entrá, no tengás miedo. Obedece como cuando su madre le decía no comás eso, te va a hacer mal. Una vez adentro reconoce el vientre materno. Y llora. Llora como si estuviera a punto de nacer otra vez. La voz, fácilmente reconocible, ahora le pide que salga, que afuera lo esperan. Al cabo de un tiempo entiende, o cree entender, que aquella luz de la heladera no fue otra cosa que la del trillado túnel que dicen haber visto quienes estuvieron entre la vida y la muerte. El no se hubiera permitido semejante lugar común. Cierra la heladera. 

Un santo y seña

El minero le dice a su mujer que esta sí, esta será la última vez que baje. Ya son treinta años, la vista falla, el oído también, y los pulmones suenan como un rastrojero apunado. Piensa en la jubilación, esa bocanada de aire puro que habrá de traerle un poco de calma a sus últimos años. Con lo que cobre, le dice a su mujer, cumplirá el sueño de su vida. Comprará un violín, ni siquiera le importa que no lo sepa tocar. Una vez que lo tenga en sus manos, lo colocará en el hombro, recostará su cara en él, convencido de que quedará igual a la foto de su padre. Algún día, dice, yo seré como él: una foto. Después de todo, qué otra cosa dejamos cuando nos vamos si no es una foto, un instante arrebatado al olvido. Un santo y seña para el que viene detrás. 

Daños colaterales

Ovejas ladran sin parar en el 479 del callejón Arzuaga. Al parecer, un nuevo experimento del profesor Ortigala no ha salido como se esperaba. Lo corrobora un vecino, quien al tocarle el timbre escucha aullar a su mujer siete veces. 

Matrimonio

A una isla desierta no lo dudo: me la llevo a ella. Y me vuelvo. Ahí nomás me vuelvo.

No se suspende por lluvia

Verte.