El trabajito

Cuando ya teníamos todo listo, llegó el muy poronga del Negro y nos cambió los planes. “Muchachos, dijo agitado y medio escabiado, el Rata quiere que hagamos otro trabajito, que nos olvidemos de la estación de servicio y choriemos la calesita de la Costanera”. Silencio absoluto. Nos miramos como diciendo el Negro chupó más que de costumbre y nos está gastando. El Negro lo advirtió al toque y antes de que alguno preguntara o le pusiera un pero, aclaró: “Es más simple de lo que piensan muchachos. El Rata conoce a un tipo de mucha guita que fue abandonado de guacho y el único buen recuerdo que tiene es de cuando una mujer lo llevaba a la calesita. Allí, su preferido por lejos era un elefante azul. Por si no lo entendieron, el chabón quiere sí o sí el elefante azul. Hay veinte lucas si se lo entregamos esta noche”. Lo que todos pensamos, lo dijo el Tuca: “¿Y por qué con esa misma guita no lo compra el concha de su madre?”. También para eso el Negro tenía una respuesta. “Ya lo intentó y el dueño lo sacó cagando, parece que la calesita es herencia familiar y no le pinta ni ahí venderla”. Fue mirarnos nada más y estar de acuerdo; haríamos el trabajo, habría buena moneda para cada uno y, en apariencia, muy pocos riesgos. Eso creíamos, no contábamos con que por la noche los animales, esos pedazos de lata con ojos exagerados, bajaban de su base circular para comer como cualquiera de su especie. El león fue implacable: se puso como loco y mató a dos de los nuestros (el Chino y el Verga) y yo me salvé de pedo porque alcancé a montar un caballo verde mientras el elefante, el azul, con un pedazo de fierro en su trompa, le daba maza al Negro hasta dejar una sola mancha roja en el piso. Recién a unas cuatro o cinco cuadras de ahí creí estar a salvo pero de pronto al caballo del orto se le dio por doblar y doblar y doblar. El muy puto estuvo toda la noche dando vueltas. Fue imposible no caerme totalmente mareado y vomitarme la vida. Cuando desperté, el elefante todavía estaba allí.

Toco el aire, a vos no te toco

Odio a los mimos. Sé que no soy el único, que cada día somos más los que estamos dispuestos a chocar contra su espejo invisible, a borrarles esa estúpida sonrisa. Pero esta vez se me fue la mano. Mal. Ante la mirada aterrada de mis hijos, aproveché que uno de los carapálida tiraba de la soga imaginaria, la puse en su cuello y tiré y tiré hasta que su cara quedó más blanca que de costumbre. Cuando quise escapar, otro de ellos vino hacia mí representando a un policía, me puso las esposas y me encerró en una celda de mentirita. Avergonzado, confesé que había sido yo. Mis hijos aplaudieron el acto de justicia y felices les dejaron hasta la última moneda. Ellos aman a los mimos.