Enrique

Un miércoles de noviembre el libro no lo esperó más. El libro estaba al final de un camino que él no quiso o no pudo transitar a otro ritmo o en otro plano que no fuera el puramente verbal. Lo suyo fue como esos vinos que se saborean lentamente, donde el desafío es descubrir perfumes, notas, registros de una música oculta. Durantes años fue dejando señales de una obra completa que se intuía aunque jamás llegaba a verse en su totalidad. Su praxis literaria consistía simplemente en apuntar títulos de capítulos en una resma de papel continuo. No llegaba a escribirlos, sólo los mostraba a selectos interlocutores; no eran necesariamente amigos o familiares, podía ser un alumno de confianza, un colega con buen oído, un desconocido con mejor paladar literario. Cada uno de esos títulos que se acumulaban sospechosamente deberían leerse como capítulos de su vida. Leerse de memoria, se sobreentiende. Cuando murió, supimos sin siquiera comentarlo, que el libro por fin estaba concluido y que únicamente podríamos leerlo aquellos que alguna vez escuchamos de su boca uno que otro capítulo. Juntos, nosotros somos ese libro tan perfecto como caótico. Un Enrique auténtico.

Eso

Yo no buscaba eso, lo juro por mi madre si hace falta. Había ido a la cocina para otra cosa, seguramente quería bajar algo de arriba del mueble antiguo que alguna vez fue de mi abuela (la italiana) y tanteando a ciegas la encontré. Eso que no buscaba -y me encontró- era una revista porno, aunque, claro, lo sabría mucho después. Según mi memoria fotográfica, tenía páginas en blanco y negro, y un papel satinado, un tanto grueso. Menos mal que no había nadie cerca porque fue un auténtico shock, como si te tiraran un balde de agua en la cara para reaccionar después de una lipotimia. Las imágenes me perturbaron a tal punto que no podía dejar de verlas una y otra vez, hasta que intuyendo que no era correcto que eso estuviera en las manos de un niño (yo tendría 8 o 9 años, no más) la volví a dejar allá arriba no sin cierta culpa. Aunque no volví a verla -en realidad no me animaba a bajarla otra vez- la presencia de eso se me imponía como un incómodo fantasma cuando entraba a la cocina o alguien miraba hacia la zona roja donde se había producido el hallazgo. Pasaban los días y lejos de olvidarme recordaba con más precisión cada página, cada imagen, cada cuerpo y hasta cada posición. Hoy podría decir que lo viví como una lección de educación sexual acelerada, agitada. Definitiva. Unos meses después di con el dato clave: el verdadero origen de la revista. Se la había regalado a mi viejo un tío mío con todo el cuidado y la prevención del caso; la había traído de España en la época de la dictadura cuando no se conseguían ni de casualidad en un kiosco aunque ofrecieras un puñado de dólares. Si salías del país, era casi un guiño de machos traer eso de contrabando, como si tratara de los alfajores que nos llegaban de Mar del Plata a la vuelta de las vacaciones de algún pariente pudiente. Debo reconocer que nunca hablamos de esto con mi padre pero estoy seguro que sabe que anduve por ahí. Será por eso que jamás nos hizo falta hablar de sexo; esas típicas preguntas del debut u otros temas incómodos por el estilo. Los silencios del viejo tenían mucho de sabiduría, me digo por lo bajo tratando de no hacer ruido mientras miro una porno francesa y mis hijas duermen rodeadas de peluches y virginales hadas madrinas.

Zoofisma

A las mujeres araña las pierden los vestidos transparentes, esos que piden un abrazo inmediato si no se quiere caer en la desnudez que los hombres pulpo no dudamos en interpretar como un grito de guerra. Y allá vamos, como buenos conejos letrados que somos.