Una foto de Elisa

También las cosas hablan por nosotros. Una mesa de luz, el reloj, las llaves. La foto de Elisa en su habitación, por caso. El Cristo en el portarretrato, sus vírgenes de yeso, una crema para la piel, los cigarrillos, esos libros. El rosario. Sobre su cama, revueltos, diarios y cuadernos y más diarios. Todo lo que la rodea es ella, aun si ella no estuviera en la foto. Su presencia sustenta el resto, esa sábana arrugada, aquel zapato, el agua en el vaso. El espejo de su cara.

Materia prima

Escribir un cuento es ponerse una media. Es decir, el mecanismo funciona así. La media puede ser propia o ajena. Ella es el tema, la punta del ovillo hurtado a un gato suicida. A partir de esa modesta prenda la trama desanda el camino entre la media perdida y la media encontrada. Esta puede pertenecer al hombre que huyó apurado de la casa de su amante o haber caído de la cesta con ropa sucia que esa -u otra- mujer lleva con desgano a un laverap. El hombre sería un funcionario de la aduana o un sociólogo desocupado. La mujer, empleada de una óptica, una farmacia, o top model retirada. Entre ellos hay una ligazón que es parte de la trama tanto como lo es esa media que ni ella ni él reconocen pero que tarde o temprano habrán de ponerse para que la historia cierre aquí. O dentro de un zapato olvidado bajo la cama.

Medicina natural

Una pareja se para frente a la pared y mira la hoja de marihuana pintada. La obra en stencil lleva como título “Medicina natural”. La pared y ellos están en una vereda por donde habitualmente pasa mucha gente, por eso no extraña que al cabo de unos minutos ya sean unas diez o doce personas las que miran y comentan. De la nada aparece un policía (parece de los nuevos) y antes de que alcance a preguntar o hacer algún comentario, todos se han hecho humo. Sólo queda un pibe que tose. No tendrá más de 16 y lleva puesta una remera de Las Pelotas. Ningún rictus delataría que le preocupa tener al lado al de uniforme. El policía clava la vista en la pared, carraspea, y sin mirar al chico le pregunta, ¿tenés fuego?

Las campanas también

Cementerio inglés. Un matrimonio de turistas, hoja de ruta en mano, camina lento por una calle angosta. Comparten el paraguas porque llueve fino. El se agacha en una tumba cualquiera para sacar una rosa y cae pesadamente. Un paro cardíaco, fulminante, lo deja con los ojos abiertos mirando fijo cómo cae la lluvia. Ella grita, nadie parece escucharla a pesar de que se divisan sombras en unas bóvedas cercanas. Aparece un perro. No es cualquiera, es el que tuvo de niña. Agitada, lo sigue hasta una lápida que verá por primera y única vez. Allí lee su nombre y ahora es ella quien cae. La lluvia se detiene en ese preciso instante. Su mano aferra la rosa usurpada. El perro, sin luna ni cadena, ladra tres veces. Las campanas también, también, también.

La pecera

Despierta cerca de las 10 y apenas pisa el suelo, siente el agua. Aún adormilado, no se convence de que sea cierto. Bastan unos segundos para confirmarlo. Viene del living; de eso está seguro. El baño y la cocina están en la otra punta, lejos. Al acercarse ve al primer pez boqueando en un ángulo de la alfombra. La imagen es bellísima, tanto que quisiera ser fotógrafo para eternizarla. El segundo está muerto, cerca del televisor, como si hubiera caído de un dibujo animado. Al fondo, centro de toda la atención, la pecera rota. Imposible que se rompiera sola, especula, los vidrios son gruesos y resistentes. Ni una piedra ni un disparo podrían haberlo hecho. Las ventanas no muestran rastros de haber sido violentadas. La puerta está cerrada y la alarma nunca se activó. Nadie más que él tiene las llaves. La única copia alguna vez estuvo en manos de su ex pero ella jura que se las devolvió a su secretaria. ¿Por qué entonces la nota tan nerviosa cuando le dice “te lo juro”?

Como quien se levanta a sacar algo de la heladera

Su radio ve. La ve regar las plantas, enderezar un cuadro, abrir una caja. El hombre envasado le habla mientras la mujer no escribe. Y después, pájaro bobo, le canta un fado, le atrasa el reloj, le lee diez poemas chinos. Ella escucha y como quien se levanta a sacar algo de la heladera, deja flotando un silencio que se apura a llenar con el ruido de las teclas. La radio la oye respirar. Y calla. La música se va de a poco, dejando sus ropas en el camino. Primero él, después su voz, llegan hasta ella. La noche ahora toma la palabra, sirve otra copa para dos. La radio, cuervo por liebre, se ha ido de las manos. A estas horas hamaca en el aire a otro corazón que supura soledad, mentiras apenas dichas al oído.