Uno y el otro

Dos amigos en el café. Hace más de 40 años que por lo menos una vez a la semana se encuentran en el mismo lugar -hablo del Café La Musa- para hablar invariablemente de fútbol, mujeres y de cómo la vida avanza y ellos siguen anclados aquí, en este desierto con ínfulas de oasis. Uno tendrá 65, 67 años, el otro, fácil unos 70. Yo estoy a unas pocas mesas de ellos, solo, y no sin cierta envidia los veo charlar con entusiasmo, reforzando con las manos y los gestos cada palabra, ese subrayado de la oralidad tan típicamente argentino. No sé de qué hablan, pero los escucho reírse ruidosamente, mientras uno enciende su quinto cigarrillo desde que llegó y el otro contesta un nuevo llamado en su impertinente celular. Los dos le hacen chistes a una moza joven que se ríe sin ganas y cuando se va le miran el culo con un dejo de nostalgia, como un trofeo lejano e inmerecido. No puedo sacarles los ojos de encima, especialmente por el furioso teñido de sus cabellos, tan artificial como llamativo. Nada parece haber cambiado desde que se conocieron en un aula de la Facultad de Abogacía. Si no fuera por ese bastón con empuñadura de marfil en la mano de Alberto o la pierna ortopédica que sostiene a Lisandro, se podría decir que siguen igual que en sus épocas de estudiantes. Uno tan rubio, el otro tan morocho.


Rosa mística

Por creer en milagros es que estoy aquí, en una precaria casa de El Algarrobal, pidiéndole a la Rosa Mística que me devuelva la inspiración, que me revele poemas grandiosos, argumentos para una novela como las de Saer, personajes inolvidables como los de Melville o Auster. La mayoría de los fieles que veo deambular por este patio atestado son mujeres humildes; muchas de ellas han llegado en colectivo, con niños colgando de sus faldas y tantas velas como hagan falta. Es muy fácil leerles en los ojos que tienen miedo, como todos los que creen en algo. Quien no cree, no teme, leí cierta vez en una estampita. Pero eso también es mentira.