Humor

Candela tiene tres años. Es hija de mi primo Eduardo y va a la misma guardería que mi hijo Agustín. Lleva un vestidito verde que le hace juego con sus ojos verdes y está comiendo un chupetín de frutilla, apoyada con despreocupación en el ataúd de su abuelo. Afuera hay sol, aunque ya estamos en pleno junio y todos aquí adentro daríamos cualquier cosa por tomar un buen café. Candela llora porque ve llorar a su mamá, pero no entiende del todo lo que está pasando en esa habitación enorme, llena de flores y caras extrañas. Una mosca se posa en la nariz del finado. Ella quiere mucho a su abuelito. Tanto, que en su intento de matar a la mosca le da un violento golpe en la cara. Inmediatamente, como si buscara compensarlo, le convida su chupetín de frutilla; se lo pone en la boca no sin cierto esfuerzo. Estupefactos, los más cercanos a la bizarra escena no pueden creer lo que están viendo. No saben si retar a Candela, sacarla en silencio para no alterar a los demás, o si acercarse y decirle ¿qué hacés Candela, estás loca?
Si el abuelo, para quien su nieta era la luz de sus ojos, se hubiese visto así, rígido y con un chupetín en la boca, seguramente se habría reído un largo rato. Quienes lo conocimos podemos asegurar que Don Federico siempre fue un tipo con muy buen humor.


Su mano derecha


El Conde de Lumpier es dueño de medio país. Sabe que lo que quiera o pida, lo tendrá. Sin embargo, algo le quita el sueño: su firma nunca es igual. Es cierto, nadie hace dos firmas exactamente iguales, pero sí al menos parecidas. El, ni siquiera eso consigue. Un día de tantos, llama a Emilse, su ama de llaves, y le pide que intente copiar su firma. Ella, con trazo delicado, logra imitarla casi a la perfección. Inténtelo nuevamente, por favor, reclama el conde. Con su mano diestra, firma una vez más y el resultado supera al anterior, obteniendo una perfecta imitación de la rúbrica de su amo. Satisfecho por los resultados, desde ese día Emilse se convierte literalmente en la mano derecha del Conde de Lumpier. Este pacto, del cual ni siquiera los más cercanos darían fe de su existencia, permanecerá poco más de 25 años. Solamente será revelado tras la muerte del conde, cuando entre sus papeles los abogados encuentren el testamento con una modificación sustancial: al morir, todas las propiedades del conde de Lumpier deberán pasar a manos de Emilse. Por más que la decisión sorprenda a sus allegados, no hay dudas; lo certifica su propia e inconfundible firma.

Nuestro nushu

Con la muerte de Yan Huanyi se fue la última china que hablaba el nushu, un idioma con más de cuatrocientos años que solamente entendían las mujeres de Jiang yong. Agradezco que ni siquiera la globalización les permitiera a mi mujer y a mi suegra conocer el nushu; sin embargo, caras de una misma moneda, se las ingenian para hablar en clave delante de mí, como las gitanas cuando suben a un micro y a los gritos, estridentes como los colores de sus larguísimas polleras, se comunican dejando al resto afuera de su sonoro secreto. No se ha demostrado aún cómo es posible que los ojos de las madres digan tanto. Una mirada materna codifica los misterios y las verdades de la vida de tal manera que ni el mejor filólogo podría saber qué hay allí donde los hombres no vemos más que unos ojos dulces ocultando sutiles candados. Mi mujer y mi suegra lo saben de sobra; explotan con sabiduría esa versión autóctona del nushu. Puede que ahora estén criticando en mi cara que hace más de una semana que no me afeito o que mis kilos de más deberían empezar a preocuparme. O quizás estén asegurando que escribir no es un trabajo digno, no al menos lo que esperaban de mí. La aparición en escena de mi suegro con un vaso del mejor malbec me saca de tanta elucubración y me devuelve a este domingo soleado de asado y pileta. Nuestro nushu es mucho más prosaico: hablar de fútbol, de mujeres o de cómo mentir con oficio en el truco es un idioma que ellas nunca entenderán. Chino básico.



Y E también

Dos mujeres se miran todo el tiempo en el pasillo del tren. Dos hombres se ignoran en un bar cualquiera. Un extraño y finísimo hilo -sólo adjudicable al azar- conecta ambas situaciones. Existe una quinta persona cuya identidad no nos es revelada, ni siquiera a través de la borra del café. Este último personaje se mantiene a cierta distancia de aquellas mujeres y aquellos hombres. Tiene en claro su objetivo, la razón de estar ahí. Ninguno de los cuatro (dos hombres, dos mujeres), ha advertido su fantasmal presencia. De lo contrario, su estrategia daría por tierra y a decir verdad no cuenta con un plan B para salir del paso. Para clarificar la situación, las mujeres serán identificadas como A y B, y los hombres como C y D. El restante, el intruso o el quinto -que bien podríamos llamar E- capta ahora una lágrima en el rostro de A y un rictus de alegría en B. A su vez, C y D se saludan por casualidad. En apenas 30 segundos, las primeras imágenes (dos mujeres mirándose, dos hombres ignorándose) se tornan opuestas (dos hombres saludándose, dos mujeres ignorándose). En sí, no son más que simples fotogramas de esa película que ni ellos ni nosotros llegaremos a ver. Una de esas estúpidas historias sin estreno que el intruso -que para el caso daría igual que fuera F o Z- podría seguir filmando a nuestras espaldas; siempre en las sombras, como un torpe asesino que daría su vida por protagonizar un thriller tan previsible como la muerte de A, B, C o D.

Algo para la sed

Voy llegando a la plaza. De fondo suenan como música incidental las campanas de una iglesia del siglo XIX. Me presento: soy el protagonista de la película Jujuy blues, una producción independiente en la que hasta yo puse plata de mi bolsillo. Sigo caminando. Un niño de edad indefinida me ofrece empanadas caseras, una mujer -tal vez su madre- artesanías norteñas y un anciano ciego me pide "algo para la sed". Si no fuera porque voy registrando todo con mi videocámara, juraría que la película son ellos y yo apenas un extra absolutamente prescindible. Esos rostros sufridos parecen haber sido sometidos por la realidad al peor casting. Yo pongo cara de turista y sigo recorriendo la ciudad como a mi viejo y lejano manual Kapeluz, donde esta tierra era un pedacito de mapa igual que cualquier otro. Nada más lejano.
No sé qué saldrá de este rodaje a 45º centígrados, pero de lo que estoy seguro es que a Jujuy blues habrá que verla bien entrada la noche y tomando "algo para la sed".



¿Por qué bailábamos?

La traje desde el sueño. Como si se tratase de una extracción de cajero automático, en lugar de manoseados pesos llegó a mis manos su cintura, el humo de su cigarrillo escapándosele al besarme. Había pensado en ella todo el día; intentaba encontrarle algo de lógica a eso de estar tan lejos estando tan cerca. Cada vez que nos veíamos (rara vez pasaban más de cuatro o cinco meses) volvíamos a preguntarnos por qué tanta química se perdía en el cosmos o en olvidables poemas disparados vía mails.
No puedo precisar en qué lugar estábamos, pero sí recuerdo en detalle que bailábamos un tango, desnudos y algo borrachos. Parecíamos cómodos en ese ir y venir sin hoja de ruta, sólo había que dejarse llevar por la música. A juzgar por la coordinación, parecía que siempre nos hubiéramos amado así, de pie, toda la noche, con sus quiebres y sus espasmos.
Desperté agitado, intentando descifrar por qué bailábamos (digo, nunca fuimos a una disco juntos) y sobre todo por qué un tango (siempre escuchábamos otra música; rock, ambient o algo de jazz). Pensé en algo que me dijo y de pronto la extrañé más que nunca. Antes de volver a dormirme puse mi mano entre sus piernas y otra vez la oír gemir. Igual que en el sueño.